Yo soy uno de los cientos de colombianos que durante toda su vida, desde mi nacimiento y hasta hoy, ha convivido con una guerra absurda, una sin ideales, donde han muerto miles de inocentes y donde las cicatrices del dolor jamás cerrarán.
Hoy el país sigue en guerra, la misma de hace cincuenta años, sumada a una nueva guerra donde nos “jugamos” con un monosílabo, -sí o no- la oportunidad de tener una paz negociada.
Un texto de 297 páginas explica todo lo acordado durante muchos días en La Habana, sin embargo nadie sabe exactamente las implicaciones de lo que se firma, aún así apuesto por el SÍ a la paz. Digo sí, aceptando que es una paz imperfecta, aceptando que tenemos que tragarnos muchas cosas para que la guerrilla dé su brazo al costado y deje de manipular armas, las mismas que se ha llevado la vida de cientos de hermanos, padres, hijos, esposos y que ha consumido las esperanzas de familias enteras.
Prefiero decir Sí, a sabiendas que no todo será color rosa y aceptando que la paz no se negocia, se hace, se vive; pero entendiendo que es el mejor camino para intentar vivir con una ausencia de muertes, de ataques y de barbarie de la cual todos estamos hastiados.
No se puede tomar el plebiscito para la paz como un tema político. No es apoyar a un candidato. No soy uribista ni santista, sin embargo soy un colombiano que ha visto, ha olfateado, ha tenido frente a sus ojos los danzares de la muerte disfrazada de justicia, cuando en realidad solo eran vejámenes que le quitaban a cuentagotas la calma a mi país.
Hoy solo quiero dejar algo muy claro: voto por el sí a ciegas, confiado que es mejor este mal arreglo que un buen pleito, pero, sobretodo, movido por una madre y esposa, que perdió a cuatro hijos y a su cónyuge en esa guerra que todos vivimos, de la cual nadie se escapó, -especialmente en las zonas rurales-, y fue ella, víctima fehaciente de esta incomprensible disputa por el poder sin ideales, la que me hizo declinar por el sí y motivar esta exhortación a aprovechar la oportunidad de hablar de guerra en pasado. Esa madre, un día me dijo: “joven, prefiero que un guerrillero llegue a ser presidente, si eso servirá para que más campesinos y colombianos no tengan que vivir el dolor que yo viví. La paz absoluta no existe, pero es mejor eso a que nos sigamos matando entre sí”.
Impotente me sentí. Coraje experimenté. No era justo que esa guerrilla recibiera como premio a su vandalismo y excesiva maldad, encabezar listas políticas, decidir en la vida nacional y hasta ser “héroes” por permitirnos vivir en paz. Todo eso pensé. Un momento después entendí que en la vida, históricamente, han habido una especie de “mártires” que dan sus vidas por otros, levantando una voz de protesta y quizá esta vez el turno fue para esos hijos, esos esposos y esos más de 220 mil muertos y más de ocho millones de víctimas que ha dejado el conflicto en estos más de 50 años, como lo decía el mismo presidente Juan Manuel Santos ante la Asamblea de las Naciones Unidas, el pasado 21 de septiembre.
Acá la paz no puede ser tomada como una jugada política. No puede frenarnos la sed de poder o la manipulación mediática. Yo voto desde la emoción, desde la misma que me hace imaginar un país sin narcotráfico, sin muertes violentas, sin desplazamientos forzados y donde haya cambios para todos mis compatriotas colombianos que han tenido que convivir con la zozobra y la desesperación.
Voto desde la emoción que me genera pensar que, aún con tantas cosas que no comulgo, podamos levantarnos y ver en las noticias otra cosa diferente a sangre, miedo, dolor y pobreza, ¡eso me mueve a creer en este Sí, me mueve a echarle tierra a la idea de fomentar un no que busca justicia y reparación, la misma que no llegará de manera total y que por el contrario engrosará la sed de poder, de represalias y donde infortunadamente saldremos perdiendo los civiles, los de acá y los de allá, en últimas, todo el país!
Un simple sí o no, queda corto para la dimensión de lo que se viene. Estoy seguro que hay “sapos” y letra chiquita que elevará a esos guerrilleros a la condición de políticos, de ciudadanos y lentamente olvidarán las nuevas generaciones que ellos sembraron el dolor y la inseguridad en todo un país, sin embargo, así como vienen jóvenes que no recordarán esos duros momentos, así también se irán muriendo los que empuñaban las armas y sembraban el miedo. Todo pasa. Todo va sanando y estoy seguro que muchos de los que dicen No a la paz, no comprenden las ansias que otros tenemos de vivir en un cese al fuego, por lo menos, porque juzgar desde el “dolor” lastimero y amarillista que venden los medios o desde la comodidad de las urbes, desdibujan la necesidad imperante, así sea a la brava de que se firme un acuerdo acá, en La Habana o la China que ponga fin a tanta desolación y lágrimas que los grupos armados han dejado en las zonas campesinas donde estos han tenido históricamente presencia.
No podemos hacernos los locos. No es color rosa. Aún queda mucho por avanzar, por mejorar y mitigar, pero, aún habiendo leído palmo a palmo las 297 páginas de ese acuerdo final y oyendo el resumen a través de “podcast”, me quedan mis dudas, me duele saber que hay que negociar con terroristas, pero concluyo diciendo: si las mismas víctimas de la guerra, esas que lo perdieron todo y a las que le arrebataron las ganas de vivir, hoy dicen, en su mayoría, votar por el Sí, entendiendo la injusticia que envuelve la paz, ¿quién soy yo para oponerme a eso?
Es claro que la paz no se firma en un papel, se hace en el día a día. Es claro que no todo lo que sigue será perfecto. Está claro que habrá muchas cosas que no nos gustan y que seguramente los políticos podrán aprovechar para hacer de las suyas, está claro que debajo de la mesa hay intereses creados para los que polarizan el país, sin embargo, apuesto a este SÍ imperfecto, porque siempre he dicho: prefiero una paz a medias que una guerra completa.
Ahora bien, si no gana el Sí, ¿qué ganamos con el NO?
Nada, seguir como venimos: durmiéndonos con la seguridad que despertaremos con una torre volada, una emboscada, o por lo menos media docena de muertos en algún rincón de Colombia, la misma donde vivimos, y lo peor: nadie nos asegura que el próximo objetivo de los bélicos no sea uno de nosotros o de nuestros territorios. ¿Eso sí es paz?
Donde otros ven política, yo veo esperanza para vivir mejor, así sea callando, aguantando y haciéndose el pendejo con la injusticia, al fin de cuentas no sería la primera vez que pasa, pues en este país vivimos en una doble moral, gastamos tiempo en lo innecesario, desechamos lo importante y nos alarmamos con nimiedades, dejando temas tan grandes como el futuro de Colombia en manos de lo que unos pocos nos dicen. ¡Yo apuesto a la paz, la misma que soñé desde que era un niño, que desde que era un niño se me arrebató y con la que hoy, con mis dudas e impotencias, por lo menos puedo soñar!