México, el país del miedo y la solidaridad

Narra - Internacionales

2017-09-25

México, el país del miedo y la solidaridad

I.  Un temblor que cambia todo

A la 1.14 p.m. del 19 de septiembre de 2017, se hizo presente un terremoto de magnitud de 7.1, con epicentro en el límite entre Puebla y Morelos. El sismo fue intraplaca (no sucedió por el choque de dos placas, sino por el movimiento dentro de una) a solo 120 km de la Ciudad de México.

México ha aprendido de sus errores: por eso después del terremoto de 1985 que acabó con la vida de más de 10.000 personas, ha instalado alarmas preventivas que suenan y permiten maniobrar por un minuto antes del temblor. Pero el 19 de septiembre, debido a la localización anormal del epicentro, la alarma sonó al unísono con los edificios cayéndose, con los vidrios rompiéndose y con las vidas yéndose. No fue un sonido que alertara y preparara, sino un sonido que ambientó la tragedia.

El temblor afectó –obviamente- en mayor medida a la zona con el suelo más endeble de la ciudad, esta zona es la que se encuentra construida en parte del ex Lago de Texcoco. Las colonias (barrios) de la Condesa, Del Valle, Doctores y Coapa, fueron las más afectadas. Hasta el momento van 400 víctimas. Como un juego del destino, el terremoto fue el mismo día que el de 1985. Inclusive, el horroroso temblor fue después de hacerse el simulacro anual (11 a.m.) para conmemorar los 32 años del terremoto más devastador de los últimos 100 años. La casualidad de este suceso fue perversa.

II. Reacciones a la carta

La Ciudad de México, después de la 1.14 p.m., se convirtió en una marea de solidaridad. Las clases sociales se disiparon, las diferencias se perdieron y tanto unos como los otros se abocaron a salvar al prójimo:

—¡Se necesita agua en el Colegio Rébsamen! —Decían los transeúntes que se transformaron en héroes en Coapa.
—¡Se cayó otro edificio en Ciudad Jardín, necesitamos voluntarios! —Se escuchaba el grito ronco de un conductor de autobús que cargó su vehículo de soñadores al servicio de la Nación.
— ¡Hay niños atrapados!
— ¡Apaguen el gas!

La Ciudad de México se quedó sin energía en gran parte de su territorio, pero tal energía faltante se trasladó a la ciudadanía que inmediatamente tomó el control de la situación. Las caras de asombro, miedo y pesadilla se transformaron en caras de oportunidad, esperanza y confianza. La ciudad de la furia era, para ese momento, la ciudad de la solidaridad. El pasmo se fue. Llegó la acción. Las redes sociales dejaron de ser el lugar de los contenidos vacíos para convertirse en el medio que canalizaba las voluntades.

—Necesitamos voluntarios en Parque España —Se podía leer en las pantallas.
—En Álvaro Obregón faltan manos — Iba el mensaje de Facebook, de Whatsapp y Twitter.

La ayuda llegaba en masas; en cantidades inexplicables y en una pertinencia que parecía calculada.

Jóvenes con cascos, palas y chalecos removiendo las lozas buscando vidas; adultos con agua, botiquines, gasas y alcohol distribuyendo recursos. O al revés. Todos dando su vida por la vida de otros. La sociedad del culto a la individualidad y a la mezquindad ya no era tal y se había convertido en una comunidad. La ayuda desinteresada hizo gala por las calles de los edificios colapsados. El ejército más eficaz: el de los voluntarios que transformaron su solidaridad en planes de acción:

—¡Hagan cadenas!—¡Necesitamos guantes!
Toda petición era cumplida con suficiencia. Por segunda vez en el México moderno, la burocracia no intermediaba en las relaciones cara a cara.

—Somos los que más tenemos arraigada la idea de querer hacer un cambio. Somos la generación que creció con la solidaridad. —Decía el joven de 24 años al que sus amigos llaman “Julito”.
— Todo lo que sabemos debemos ponerlo al servicio de la gente, ahora la universidad se hace en la calle — Era la consigna de una brigada de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Pasado el tiempo llegaron las autoridades; Marina, Protección Civil, Policía Federal, Ejército y Bomberos Ciudad de México. Pero al contrario de lo pensado, por lo menos en ese momento, fueron equipo con la ciudadanía. Rescatistas, militares, brigadistas, voluntarios, donadores, transportistas y todos aquellos que contribuían de alguna manera, tenían un objetivo común: que fueran más los vivos.

III. Información vs desinformación

Las horas pasaban y la organización se colapsó. Tantas voluntades saturaron la situación y sus necesidades y, como por arte de magia, apareció el futuro:

—Ya tenemos todos los voluntarios copados, pero pásame tu número para mañana.—Decía un policía en la Calzada de Tlalpan.

Los rumores empezaron a llegar, información falsa por aquí e información falsa por allá, los medios masivos llegaron como aves de rapiña a buscar historias, raiting: lo que más vendiera. La desinformación tomó la forma más impune posible; mensajes en redes con datos inexistentes o con peticiones extemporáneas, todos querían comunicar pero la línea entre lo cierto y lo incierto se desdibujó.

Por otro lado, las redes de personas en los lugares comenzaron a apropiarse de la información veraz, los grandes medios capitalizaban las historias que más conmovían y la gente de la calle comenzó con su apología por lo cotidiano: no hay historia más importante que muchas vidas venciendo a la muerte.

Los productores televisivos -que por alguna extraña razón tenían vía libre a los edificios desplomados- iban y venían, sus reporteros contaban lo poco que sabían porque la veracidad en tiempos de crisis depende más de la percepción que de la cuantificación. La posición ética de los voluntarios se enfrenta con la posición ética de los consorcios audiovisuales. Ellos no hacen parte del equipo, ellos no estaban ayudando –salvo algunas excepciones-.

IV. El terremoto en primera persona

Juana Mercedes, 26 años

Yo tengo 26 años y nunca había vivido algo así. Soy maestra de un preescolar y lo primero que pensé fue que debía salvaguardar a los niños y después a mí. Cerca de mi lugar de trabajo, al sur de la Ciudad de México, se cayó una tienda departamental.

Por protocolo, ni mis colegas ni yo nos podíamos ir sin entregar hasta el último niño a sus padres. Lo paradójico es que muchos niños estaban más tranquilos que los adultos. Por ejemplo: Mario, un niño de 6 años, al principio se puso a llorar y cuando le pregunté si recordaba lo que debía hacer en estos casos inmediatamente su principio de realidad lo puso enfrente a una serie de pasos, se calmó y siguió moviéndose.

Después de entregarlos a todos me llegó el susto, como en efecto retardado, a mi alrededor veía mucha pesadez y decidí moverme a un sitio donde pudiera ser útil, en esa travesía pasé por muchos lugares: estuve cerca del colegio que se derrumbó y cerca de otro edificio a punto de colapsar, pero decidí primero ver cómo estaba mi familia para después salir a las calles.

Octavio Villegas, 32 años

Prendí el televisor y moví los canales. Cuando sentí que los vidrios se rompían, las paredes se movían con ganas de caerse y lo único que pensé fue en agarrar a mis perros e irme. El temblor no duró mucho, pero la luz se fue, la comunicación era imposible, el susto que tenía hizo que estuviera inmóvil durante, por lo menos, una hora. Intentaba ver qué noticias salían pero nada funcionaba. Mi familia estaba en la calle y solo pensaba en querer estar con ellos.

La luz llegó y con esto las malas noticias: muertos, edificios colapsados, gente sin hogar. Ante la situación, me organicé y salí a repartir comida y a intentar ayudar con los escombros, aunque lo segundo fue imposible porque todos los lugares estaban llenos. Hoy tengo mucho miedo, siento temblar todo el tiempo y el sonido de “alerta sísmica” retumba mi cabeza día y noche.

Alejandra Loreda, 22 años

Estaba trabajando en la Condesa en un noveno piso. Cuando empezó, no hice más que llorar. Todos se movieron a lugares más o menos seguros, pero yo no pude hacer nada, solo lloré y pensé que no quería morirme. Me dolía el pecho y temblaba mucho. Nos sacaron a los minutos pero no podía hablar. Mis compañeros me preguntaban si estaba bien y las únicas palabras que emití fueron “no sé”. Ahora no quiero ir al trabajo; me tocó ver muchos lugares colapsados y ¡hasta un muerto!

No quiero ir a trabajar y nos citaron para el viernes, quiero renunciar y no volver a salir de mi casa.

IV. Iconografía de la solidaridad

Cuando dos son uno.

Brigadas de apoyo de la UNAM. La universidad haciéndose en la calle

Acusado en los lugares de colapso; puño arriba: silencio.

Agua y la medida de la ayuda.

La solidaridad sí es democrática.

V. Renacer

El 19 de septiembre no se ha acabado: es un día con muchos días adentro. Hoy creo que conozco más a México, que mis ojos vieron su grandeza, que cada mexicano volcado a la ayuda lleva dentro de sí un país. Hoy México da cátedra al mundo, enseña vida y enseña esfuerzo. Detrás de cada mano dando auxilio hay una voluntad que trasciende fronteras, ideales, gustos, clases y razas. México ya no se puede volver a escribir sin mayúsculas en cada una de sus letras. México es un país tan grande que se salva a sí mismo.

Aquí estamos, por los caídos, todos seguimos en pie.

 

Juan Pablo Duque
Soy un migrante empedernido. Colombiano. Joven (1992) psicólogo social de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), magíster en Investigación Psicosocial de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y estudiante de la especialidad en Políticas Públicas para la Igualdad de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso Brasil).