Hasta hace un tiempo los repertorios de acción colectiva hacían parte de las estrategias usadas por los movimientos sociales, organizaciones comunitarias, y colectivos de la sociedad civil para conquistar, reclamar, reivindicar y reafirmar sus derechos ante una estructura de poder hegemónico.
En ese orden de ideas las marchas, los mítines, los plantones, las acciones directas, las huelgas, entre otros, han sido herramientas de los sectores vulnerables y de aquellos que han tenido una posición antagónica a los poderes del Establecimiento.
Sin embargo, esto ha venido transformándose radicalmente, y basta con referirnos al caso colombiano.
Desde hace algunos años en nuestro país se ha venido presentado una serie de manifestaciones públicas en las que los protagonistas han sido, de manera extraña, los grupos poderosos del país; partidos políticos de derecha, iglesias cristianas y empresarios.
Estamos hablando de colectividades cuya naturaleza se enfoca en mantener un ordenamiento social, es decir, sostener las formas familiares, la heterosexualidad, las divisiones del género, la propiedad privada, las tradiciones, las creencias religiosas, y la libertad de empresa.
Cabe señalar entonces algunas de las manifestaciones que han tenido lugar en los últimos años:
-La marcha en contra de la adopción de parejas del mismo sexo el 5 de diciembre del 2015,
– La marcha en defensa de la familia del 10 de agosto del 2016,
– La marcha contra la corrupción del 1 abril del 2017,
– Y la más reciente, que fue la marcha contra las Altas Cortes el 9 de junio del 2019.
Allí hay un primer punto y es que los sectores del Establecimiento han modificado el principio de las acciones colectivas —generación de cambios socioculturales—, poniéndolos en función de un objetivo contrario –evitar las transformaciones—.
Es en esa reapropiación donde se puede explicar la incursión de las derechas en el escenario de la plaza pública y las calles, lo que antes parecía inamovible y absoluto, ha empezado a reconfigurarse, es el caso de la interrupción voluntario del embarazo, el matrimonio homosexual, la dosis mínima, etc.
El hecho de sentir que sus certezas tambaleaban y que el campo institucional se estaba quedando corto para defender su proyecto de sociedad, los llevó a apropiarse de las estrategias usadas por sus contrincantes políticos.
Ahora resulta que se han acomodado a los mecanismos de protesta de los sectores comunitarios, populares y progresistas. No quiero esencializar dichos mecanismos, pero aquí hay un segundo punto que se debe tener en consideración y es el siguiente:
Esto expresa la contradicción en la que han entrado los sectores hegemónicos al salir a las calles a exhibir pancartas y gritar consignas, pues su discurso público se ha caracterizado por descalificar y despreciar ese tipo de expresiones.
En últimas este panorama nos lleva a analizar con mayor detenimiento las nuevas identidades políticas que se están formando en nuestra sociedad y cómo estas están reinventando las vías de confrontación que antes brillaban por su violencia o su limitada participación. Y cuando digo esto no quiere decir que las expresiones violentas hayan desaparecido, pero por lo menos han menguado su intensidad.
Sin dudas, estamos ante un nuevo escenario de lo político, y es de resaltar que los sectores dominantes de nuestro país han entendido el potencial de las acciones colectivas, además de vislumbrar que la confrontación política no se agota en los escenarios institucionales/formales y que, por el contrario, la lucha política se extiende a la vida cotidiana.
Adicionalmente, se ha venido desmitificando esa idea de que las calles son espacios puros que hay que mantener libres de toda mancha política, aunque sea de manera muy tímida la gente ha empezado a comprender que es por fuera de los escenarios gubernamentales donde se vive la dimensión antagónica de lo humano.
Aunque todavía falta darse cuenta de que no es posible construir un consenso racional universal como ya lo planteaba en su momento Chantal Mouffe, es preciso empezar a digerir el nuevo panorama político y entender que el otro no es más que un antagonista de mi propio relato y no un enemigo.
Fotografía cortesía de: La Silla Vacía