Si firmamos la paz con la guerrilla de las FARC (hoy), y queremos reconciliarnos como colombianos, dijo (ayer) el alcalde de la ciudad de Cali, tendremos que pedirles perdón a sus combatientes. Lo dijo en entrevista con Blu Radio y, como era de esperarse, entre el panel de opinadores de oficio apareció el argumento a favor y la férrea oposición. “¿Tendríamos que haberle pedido perdón, entonces, al Mono Jojoy?”, preguntó con astucia Néstor Morales, y después recordó el gran delincuente que era y los tantos crímenes cometidos.
La preguntica esta, que es de un interés mayúsculo, tiene múltiples respuestas. Quisiera intentar dar algunas. Digamos de entrada, que pues sí, hay que pedirle perdón a las FARC. Y cuando digo FARC, no sólo hago referencia a esa sigla en abstracto que denomina a un grupo guerrillero, sino a cientos de miles de colombianos que, en cincuenta años de una de nuestras tantas guerras, abandonamos a su suerte y mandamos al matadero.
Pero también estoy hablando de sujetos en concreto, gente de carne y hueso. Hace poco leí la historia de Carmen, nacida en El Carmen de Atrato, Chocó, por allá en 1985 y quien a los nueve años llegó desplazada, junto con su familia, al pueblo de Santa Cecilia, Risaralda. Huían de los paramilitares. “Del río Atrato a las calles de Santa Cecilia, Carmen aún tiene recuerdos: el día en que hizo su primera comunión y la escuelita de la vereda a la que iba a diario”, dice la crónica que cuenta su historia. Después, sólo recuerda el día en que llegó la guerrilla:
“Si se van con nosotros ustedes van a vivir así, bien vestiditos, limpios; además, si se aburren pueden volver a su casa. Igual no les va a faltar nada y van a seguir cerquita de sus papás”, les dijeron los uniformados mientras la niña escuchaba atenta.
Días después, a eso de las once de la noche, se escucharon dos golpes en la ventana que daba a la cabecera de la cama de Carmen. “Cuatro hombres la esperaban. Se levantó y como si fuera para la escuela, se puso los zapatos, buscó un pantalón, un saco y salió con cuidado para no despertar a su hermanito con quien compartía habitación…”*.
“De ahí para adelante comenzó el martirio para mí”, dice Carmen en su relato, y después nos habla de una infancia perdida, una vida de esfuerzos y padecimientos, un embarazo producto de esos amores prohibidos, la obligación de abortar en un procedimiento clandestino, un combate, un correrle a las balas, una lesión para siempre en su columna, un huir desesperada para intentar dejar atrás ese infierno.
Entonces, volvamos a decir que sí, que a esos miles de niños y niñas que representa Carmen les habremos de pedir perdón por nuestra incapacidad de asegurarles, como sociedad, un proyecto de vida digno y feliz, por violar hasta el infinito sus más elementales Derechos Humanos.
Y nos toca seguir pidiendo perdón a los hombres y mujeres que integraron las filas de la guerrilla de las FARC, y de las guerrillas que seguirán en la ciudad y en el monte. Habrá que hacerlo por no llevar el desarrollo y los servicios públicos, y el empleo, a esas grandes zonas abandonas de Colombia donde el único Estado que ha existido por mucho tiempo fue el que instalaron esos grupos armados.
Eso, claro está, hay que recordárselo a más de un político maquiavélico que en este país vive repitiendo que “le vamos a entregar el país a la guerrilla”. No señores, nos vamos a perdonar, a ver si por fin nos recuperamos de tanto abandono y decidida indiferencia.
Las tres palabras que explican el origen, la degradación y perpetuación del conflicto en Colombia son bien conocidas, pero hay que recordarlas siempre: Inequidad, impunidad y corrupción. Entonces si vamos a buscar más motivos para pedir perdón, a eso que llamamos guerrilla, habría que pedirlo por ser uno de los países más inequitativos y desiguales del mundo, por haberles robado la tierra a tantos colombianos y haberlos llevado a pelear una guerra para recuperarla.
Y podemos pedir perdón por habernos robado el Estado (el nuestro) muchas veces (y seguírnoslo robando), con lo que nunca hubo plata para los caminos, las escuelas, la nutrición o el agua potable, pero siempre hubo para financiar la guerra contra quienes aquello otro reclamaban. Habrá que pedir perdón por ser líderes en impunidad a nivel mundial, haber asesinado a más de 200.000 colombianos, desplazar a otros 6 millones, encarcelar al dos por ciento de la población y, aun así, ser indolentes frente al grito ensordecedor de quienes siguen pidiendo verdad y justicia.
Y entonces, en concreto, si a mí me dicen que le pida perdón al espíritu en pena de Jojoy (para que descanse en paz, entre otras cosas), o mejor a Timochenko, que sí está vivito y coleando, se los pediré y, al mismo tiempo, se los daré. Porque si no le voy a pedir perdón a mi peor enemigo (Claro, yo a Timoleón Jiménez sólo lo conozco por información de prensa; pero desde que nací, y ya estoy entrado en años, me enseñaron que ese y otros nombres representaban al enemigo), entonces, ¿con quién lo haré?
La tarea más grande, la que nos toca a todos los colombianos, también tiene tres palabras parecidas, pero en esencias distintas: Reconciliar, perdonar, pedir perdón.
Voy a intentar explicarlo, más o menos, como se lo he escuchado al padre Francisco de Roux. Claro, cuando el padre Pacho habla parece que sólo le faltara levitar. Cada una de sus palabras desarma la conciencia y acaricia el alma, entonces mi tarea es precaria.
Dice de Roux que la reconciliación es colectiva, es la construcción de ciudadanía, es pensar en el bien común y que lo que hoy nos estamos jugando es algo que parecería apenas lógico, pero que aún no alcanzamos: “vivir como seres humanos”.
Perdonar, por otra parte, es eso de poder mirar al enemigo al rostro, y sin tener que olvidar o negar el dolor, estar dispuestos a abandonar el odio y la muerte como nuestra forma de relacionarnos, volver a levantarnos para poder caminar juntos desde nuestra diferencia.
Perdonar y pedir perdón son asuntos más individuales, voluntarios, a los que a nadie se puede obligar. Son conceptos eminentemente cristianos y en un país de tantos devotos esto no es asunto menor. Perdonar, según le he escuchado al padre Pacho, implica varias etapas: disponerse a ese perdón y a abandonar el odio.
Tratar de entender al enemigo, ponerse en sus zapatos, saber que el enemigo siempre actúa pensando que está haciendo lo correcto, que él también tiene una idea de la paz. Y, miren lo complejo, amar al enemigo, poner la otra mejilla (que no es un tema de subyugación, es un asunto de autonomía. Y como diría Borges: “A quien te hiere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te mueva el temor”) y hasta dar la vida por él.
En estos días volví a recordar la forma en que, según nos contaba Jaime Garzón, los Wayúu tradujeron el Artículo 11 de nuestra constitución (ese de: el derecho a la vida es inviolable). Dijeron así: «Nadie podrá llevar por encima de su corazón a nadie, ni hacerle mal en su persona, aunque piense y diga diferente»: Si solo y tan solo ponemos en práctica este consejo de nuestros hermanos mayores, estaremos listos para pedir perdón y celebrar el fin de la guerra.
Colofón: En esta dinámica, también les pediría perdón a muchos expresidentes y a los partidos políticos que representan. En especial, le pediría perdón al sexagenario Uribe Vélez, a quien en vano he culpado de todos los males de mi nación. Vamos a ver si él es capaz de perdonar y perdonarse, antes que Dios y la Patria se lo demanden.
*Las historias de Carmen hacen parte de la Crónica: “Violencia en paralelo” de las periodistas Laura Franco y Natalia Duque.
Publicada el: 23 Jun de 2016