Lo que sucedió en el Congreso Nacional convocado por la exguerrilla de las FARC hace unos pocos días resulta sumamente importante para el futuro político del país. Este Congreso fue quizá la materialización más evidente de los Acuerdos de Paz: La misma guerrilla que por más de 50 años luchó por hacerse con el poder a través de las armas, decide que el mejor camino para lograr su objetivo es la adaptación a las reglas de juego que combatieron frenéticamente durante su lucha armada.
Sí, así como suena: la FARC (Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) no nació solamente para cumplir los acuerdos y morir en el olvido; el sueño revolucionario persiste y ahora lucharán por lograrlo a través de los votos. Lo anterior no debería ser motivo de alarma: ¿Qué partido político no tiene como objetivo alcanzar el poder?
No es la primera vez en el mundo, ni en Colombia, que un grupo armado decide desistir de la lucha armada y encaminar sus acciones a la competencia política. El M-19, la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional en El Salvador, El Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros en Uruguay y muchos otros movimientos armados tomaron este tipo de decisiones y se organizaron para llegar al poder por vías democráticas. No todos lo han logrado, pero tampoco todos han fracaso.
Según su estatuto, la FARC se autodenomina como un partido político “esencialmente democrático” que recoge planteamientos del “pensamiento crítico y libertario” (bien complicado nos quedará otorgarle sentido específico a esa oración). No renuncian por completo a su pasado ideológico (aceptan que tomarán planteamientos formulados por las FARC desde 1964), y en el estatuto otorgan explícitamente a la mujer “un lugar central”.
La decisión de renunciar al marxismo-leninismo no es gratuita; el miedo a la “venezonalización”, el rechazo ferviente de sectores de la derecha, y hasta la misma lucha armada que varias guerrillas de izquierda emprendieron el siglo pasado alimentan el sentimiento de rechazo que desde hace rato viene cargando la izquierda en Colombia.
No obstante, la tarea pendiente de la FARC es convencernos a todos los colombianos de la genuinidad de ese discurso. Para nadie será sencillo creer que luego de 50 años de estar luchando por defender sus ideales, y haber estudiado a fondo las tesis más clásicas del marxismo-leninismo, hoy solo pretendan llamarse “críticos y libertarios” y olvidar sus planteamientos tradicionales.
En agosto de este año, las FARC tenían una imagen favorable de tan solo el 12% de los ciudadanos, y la imagen desfavorable rondaba un sorprendente 84%. Aún con ese paupérrimo resultado se posicionaban mejor que los partidos políticos colombianos.
La FARC llega a la política colombiana en un momento en el que las instituciones partidarias han ido viendo erosionada su legitimidad, y este puede ser su sostén: la renovación de las esferas de influencia.
En todo caso, el camino para la exguerrilla no será sencillo; se enfrentan a un contexto de debilidad para la izquierda latinoamericana, deberán cargar con un pasado de atrocidades que muchos colombianos no están dispuestos a olvidar, y deberán convencernos de decisiones cuestionables como la de postular a Iván Márquez y Pablo Catatumbo (quienes seguramente deberán responder a la justicia mientras hacen campaña) al Senado.
Votar por la FARC no debe ser visto tampoco como un acto de traición a la patria. Algunos rechazarán vehementemente a quienes consideran cargan el lastre de haber sido los verdugos de miles de colombianos, mientras otros darán el paso hasta el final y votarán por un partido con el que comparten ideales que hasta hace un par de décadas estuvieron condenados al ostracismo.
En cualquier caso, para eso fue que se creó la FARC: para ser rechazado, aceptado, cuestionado y defendido por los colombianos; todo al mismo tiempo. Gústenos o no, es hora de comprender sin ambages que la FARC entraron al escenario político. Ahora nos toca discutirlos, no combatirlos.