Eso que llamamos “Colombianidad” es un intento por resaltar aquello que hemos olvidado. Nuestra identidad brilla por su ausencia. Nos hemos dejado fragmentar. No sabemos de dónde venimos ni para dónde vamos. La incertidumbre y el cuestionamiento constante de nuestra identidad se han convertido, paradójicamente, en partes que definen la fragmentación y la polarización que nos ha caracterizado durante tantos años en Colombia.
El tema del reconocimiento de nuestra identidad está tan mal que desde nuestro mestizaje hasta el asentamiento de la violencia en Colombia son temas desconocidos para la mayoría. Ni por historia ni por cultura o por política llegamos a entender por qué somos este resultado y no otro.
Y es que desde hace unos años nos hemos convertido en generaciones que no tuvieron una clase en específico de historia. Claro, hay instituciones (infortunadamente son pocas) que se interesan por brindar un acercamiento a aquello que nos conformó como nación y nos ha configurado como una sociedad enmarcada por la violencia y la corrupción.
El problema a lo anterior, por lo menos en las últimas décadas, se lo debemos al ex presidente César Gaviria, quien en 1994 decidió retirar la cátedra de historia de los colegios en Colombia y enseñar a los más chicos todas las ciencias sociales y humanas en una sola clase. Ni siquiera en la universidad, estudiando una sola carrera por cuatro años, se tiene el tiempo suficiente para estudiar todas las ciencias sociales y humanas ¿Cómo pretendía el entonces presidente que los niños y adolescentes se interesaran por conocer su historia y sus conductas si en menos de un año tenían que ver antropología, geografía, historia, política y hasta filosofía?
Ese vacío en nuestra educación refleja de nuevo el problema que deja pensar que es mejor obtener mucha información sin profundidad que poca información con mucha profundidad. Dejamos el análisis por el “contentillo” de una carita feliz o de un 5 o un 10 por pasar un examen donde memorizamos por una semana las fechas de la Batalla de Boyacá, de las Constituciones que ha tenido el país, de La guerra de los mil días o del Frente Nacional.
De allí el problema de acostumbrar a las mentes infantiles y adolescentes de pensar en la nota y no en la conformación integral de nuestra condición, nuestro entorno y las necesidades que surgen de estos elementos. Inclusive, si hablamos de los libros de ciencias sociales veremos que la mayoría se centran más en la historia y la geografía de Europa que en la nuestra. Y no está mal aprender de la historia de Occidente (¿Pero y la historia de Oriente qué?), el punto es que no podemos olvidar nuestra historia, nuestras costumbres y nuestras tradiciones.
Pocas cosas se le pueden rescatar a la Senadora liberal Viviane Morales, entre ellas está el proyecto de ley que busca modificar la Ley 115 de 1994 que quitaba la cátedra de historia de los colegios y así devolver este importante espacio a la formación académica de los estudiantes y hacerla obligatoria, pues tanto la Senadora como la sociedad entienden que la historia nos permite reconocernos en medio de la diversidad que hay en el país y, además, nos permite atar cabos sueltos que ayudarán a mejorar la manera en que vemos los procesos sociales, políticos y culturales que nos han llevado a ser la Colombia de ahora.
De nuevo el cambio está en nosotros. Genera esperanza que aquellos que gobiernan (más mal que bien) respondan a esas inquietudes que nos han fragmentado por años. Ahora, la tarea para las instituciones, editoriales, maestros, padres y adolescentes, es incentivar la capacidad crítica y la capacidad del asombro y la duda en la sociedad. Si logramos que en las instituciones educativas se lean varias versiones de nuestra historia a partir de libros de este campo en específico, o de novelas históricas que retraten el contexto de una determinada época, vamos a aportar a la construcción de mentes que no “tragan entero” y que se van a dirigir a otras fuentes para completar la información que están recibiendo.
Lo anterior no sólo nos daría la oportunidad de reconocernos, también nos da la posibilidad de pensar en qué nos hace falta para no olvidar el pasado que nos ha formado, es decir, esto nos llevaría a entender que hay algo más allá de los monumentos que hay a lo largo del país, que hay algo más allá de los nombres de las calles, de los barrios o de los pueblos.
Este proceso de reconstrucción de identidad nos haría más críticos y a partir de ahí podríamos entender que en Colombia hacen falta museos, insignias, estatuas, memoriales y demás manifestaciones artísticas y arquitectónicas que hacen memoria, identidad y país.
Así, si tenemos en cuenta estas tareas (que no son sencillas ni de un día para otros), hasta podremos llegar a generar un despertar de consciencia y entender que nuestra historia siempre ha estado escrita por los mismos poderes, las mismas familias y las mismas circunstancias. Si nos hacemos conscientes de nuestra historia entenderemos que hay que dejar el temor al cambio y la pereza a reconstruir la sociedad por otras vías y con otras ideas.