Columnista:
Ían Schnaida
El expresidente Uribe se pronunció sobre las recientes audiencias de la JEP en las que un grupo de exmilitares pidió perdón, reconoció su responsabilidad y dejó claro que las ejecuciones extrajudiciales no fueron hechos aislados, sino que había jerarquía de mando en esta macabra estrategia para aparentar resultados en materia de seguridad.
«Duele y mortifica que hubieran negado falsos positivos, les creímos, y ahora los aceptan […] Los cometidos durante mi Gbno mancharon la Seguridad Democrática que bastante sirvió al país. Cualquiera de estos delitos es grave sin que importe el número ni los casos de falsas acusaciones. Mi afectación es mayor por mi inmenso cariño a los soldados y policías de Colombia».
Para un político que lleva más de 10 años negando de forma rotunda las ejecuciones extrajudiciales, aún con el señalamiento de importantes cargos militares de su Gobierno, resulta inverosímil que acuda de nuevo a la premisa de «todo fue a mis espaldas», que él nunca supo nada, que los militares lo engañaron y él les creyó por todo el amor que les tiene. El mismo Uribe que se ha negado una y otra vez a darle importancia al testimonio de las madres de Soacha o al de don Raúl Carvajal, quien murió esperando justicia para su hijo, un exmilitar que fue asesinado por negarse a cometer un «falso positivo».
¿Qué sintieron las madres de las, al menos, 6402 víctimas de ejecuciones extrajudiciales cometidas durante su Gobierno, cuando lo escucharon decir: «Los jóvenes desaparecidos de Soacha fueron dados de baja en combate, no fueron a recoger café, iban con propósitos delincuenciales»?
Resulta casi incomprensible el nivel de frialdad de Uribe para posar ahora de víctima, diciendo que su dolor es mayor, maltratando la memoria de las víctimas y el sufrimiento de quienes tienen que soportar su indolencia al negar una práctica que por su sistematicidad, modus operandi y multiplicidad de casos en diferentes territorios podría configurar como una política pública.
Los exmilitares ante la JEP aceptaron que no se trató de casos aislados, sino que se gestó un ecosistema macabro que aceitó la máquina del terror que, en alianza con grupos paramilitares, convirtió nuestro mapa en uno cubierto por ríos de sangre (como los que pedía el exgeneral Mario Montoya).