«Uno por doscientos y tres por quinientos»: niños vendedores ambulantes en Bello

Son niños y niñas que el único juego que conocen es el de la supervivencia, usando su disfraz de adulto precarizado, sin opciones de educación en ciencia, artes u  otros oficios.

Narra - Sociedad

2020-11-02

«Uno por doscientos y tres por quinientos»: niños vendedores ambulantes en Bello

Columnista:

Juan David Muñoz Quintero 

 

Hoy, mientras trataba de huir de la lánguida existencia que direcciona mi forma de habitar la Colombia de estos días, decidí salir de mi cueva y sentarme en el parque principal de Bello; habitar la ciudad, vivir la otredad que ella alberga. Buscaba, desesperadamente, nutrirme de la pulsión de vida que, con el hambre como combustible, se enfrenta igual a pandemias primer mundistas que a bandoleros locales.

Me quería untar un poquito de esa resiliencia de la gente común que no se deja derrumbar por la tempestad de mierda que nos toca (que aprendió a vivir – o por lo menos a sobrevivir— esquivando los soretes o hasta perfumándolos cuando es preciso).

A pesar del distanciamiento social que impone el Gobierno — que es más físico que social, porque lo hemos tenido desde que la sociedad se dividió en clases— quería contagiarme de esa gente que se enfrenta cara a cara con la calle; que vende, compra, cambia y hasta roba lo necesario para prolongar su existencia vital y la de los suyos. Esa gente, para la que el «estrés» y la «depresión» no son opciones (eso es un privilegio pequeño burgués) y la «procrastinación» ni saben qué es porque el «rebusque» no da espera ni cabida a palabritas raras. Mejor dicho, quería una bofetada de realidad, propinada por esa gente, cuya premisa es «con hambre, no hay pan duro» y a partir de ahí, su única misión es «no dejarse morir».

No digo que eso sea una forma de vida deseable, por el contrario, desgastar la vida en solamente evitar una muerte precoz por inanición es contra lo que he luchado toda mi vida, pero de que esa, es una forma de vida práctica y necesaria en algunos momentos, no tengo ninguna duda y, precisamente, un poco de pragmatismo para asumir la vida es lo que me piden estos tiempos… ¡en todo caso!, mi pretensión no es hacer una reflexión existencial, lo que quiero compartir es otra cosa.


… Aunque, ahora que lo pienso, mi búsqueda de hoy era una perversión de pequeño burgués vergonzante. Lo que quería era constatar que hay gente que tiene condiciones materiales mucho más jodidas que las mías y no se están con boberías existenciales, están poniendo el pecho, están «no dejándose morir». Creo que, en últimas, buscaba saberme privilegiado ante la miseria de los otros. ¡Qué horror!


En fin… eso tampoco es a lo que quiero llegar con tanta palabrería.

La cosa es esta, con mi cabeza convulsionada (como ya se habrán podido dar cuenta), me senté en una de las jardineras del parque de Bello. Allí, puse oídos y ojos atentos para identificar conversaciones y prácticas que me hicieran pensar en cualquier cosa menos en mí mismo. La misión empezó a dar resultado cuando ubico la conversación de dos niños, dos pequeños vendedores de dulces; Juano y Juanito —digamos que así se llamaban porque mi tarea de espía anónimo no llegó hasta la constatación de sus nombres—.

Juano tendría unos 13 años; flaco y desgarbado, pero bien vestido, o por lo menos parecía que la ropa que llevaba era propia y, a lo mejor, elegida y comprada por él mismo. No alcancé a ver qué era lo que vendía pues estaba sentado y tapaba la cajita de dulces con la mano. Además, mi atención se concentró principalmente en Juanito.

Juanito era un «nea» tamaño mini, tendría máximo 10 años; chiquitito, con una camiseta que llegaba a sus rodillas, unos tenis rojos que fácilmente eran talla 43 y una pantaloneta ancha que apenas dejaba asomar unas piernitas flacas y secas, además, todas las prendas se veían desgastadas y con un estilo noventero, lo que indica que era ropa heredada o recogida en algún lado. También tenía una gorra amarilla que casi le tapaba sus ojos verdes, esos con los que podía hablar sin pronunciar palabra.

La conversación de estos niños llamó mi atención porque estaban rodeados de otros niños y jóvenes vendedores, todos aparentemente mayores que ellos; sin embargo, Juano y Juanito eran el centro de la reunión y, Juanito, en particular, parecía ser el que generaba las carcajadas de sus amigos.

Quise saber cuáles eran las ocurrencias que generaban tantas risas así que me acerqué un poco más a la reunión, lo suficiente para escuchar el momento en el que las carcajadas dieron paso a una conversación, que, sin perder la gracia, se volvía un poco más seria, o por lo menos lo fue para mí:

– ¡Ay, gonorrea!, ¿entonces usted qué va a hacer el 31?

Preguntaba Juano a Juanito, a propósito del toque de queda que el alcalde había decretado para los menores de edad y que suponía la prohibición de salir ese día para Juanito. Aunque también para Juano y el resto de los niños que departían con ellos.

– ¿Cómo que qué? —respondió Juanito— ¡Lo mismo de siempre!, decir: ¡uno por doscientos y tres por quinientos!, ja, ja, ja.

Aunque todos los contertulios se dedicaron a reír de la ocurrencia de Juanito, incluso yo, que al sumarme a la risa colectiva perdí un poco de anonimato. Juano sostenía su punto e insistía a Juanito:

– Esta chinga si es guevón, no ve que hay toque de queda para los niños… ¡Hum!, y esos tombos como están de ariscos.

Ante eso, una nueva ocurrencia de Juanito ya no me generó risa, me devolvió a mi constante estado de angustia social.

– ¿Yo acaso soy un niño? Relájese que yo vengo disfrazado de grande y hago la maraña.

Por supuesto, para Juano y el resto de los niños que tertuliaban, la respuesta de Juanito volvió a ser motivo de una gran carcajada colectiva, pero en esta ocasión no los acompañé en su jolgorio, contrario a eso me abstraje inmediatamente y pensé en quién podría ser Juanito fuera del corrillo con sus amigos y los chistes de aquella tertulia, ¿cuántas horas al día y días al año tendrá que usar el disfraz de adulto?, ¿se lo quitará en algún momento?

¿Cuántos otros Juanitos habría en Bello, en Colombia… en el mundo, ¿cuántos niños, desterrados de la alegría, de la inocencia, de vivir una vida más allá de la supervivencia? y ¿cuántos quisieran disfrazarse de adulto solo una vez al año y no todos los días? Según la Oficina Internacional del Trabajo Infantil, en el mundo hay más de 152 millones de niños en situación de trabajo infantil; de estos, más de 73 millones realizan trabajos peligrosos. Todos trabajan horarios extremos y en empleos informales.

Son niños y niñas que el único juego que conocen es el de la supervivencia, usando su disfraz de adulto precarizado, sin opciones de educación en ciencia, artes u  otros oficios, están jugando a anticipar su «yo» del mañana. Un «yo» igualmente precarizado, reproductor del sistema desigual y de miseria que, por estos días, en las condiciones extraordinarias surgidas por la pandemia que «dañó la fiesta de disfraces», genera preocupaciones diferentes: por un lado, en una franja de la sociedad, genera la pregunta por ¿cómo puede burlarse la norma para participar de una fiesta de disfraces clandestina? Y por el otro, entre los ninguneados por el «desarrollo» y el «progreso», pero también por el adultocentrismo — entre los más pobres entre los pobres— la pregunta es ¿cómo le hago para que los policías se crean mi disfraz de adulto y me dejen llevar el pan a mi casa?

( 1 ) Comentario

  1. Replyaugusto velasquez elejalde

    Si tuviéramos la oportunidad de conocer todas las precariedades del mundo y sus desgracias, perderíamos la poca paz que pueda existir en cada uno. El mundo es un mundo de ilusión sostenido e influenciado por la ignorancia que desde todo tipo de doctrinas, en especial las religiosas, se predica para someter y esclavizar, allí radica el asunto a combatir.

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Juan David Muñoz Quintero
Diputado de Antioquia. Investigador y docente universitario. Caminante de la utopía