Esa madrugada la conciencia del país se llamó Atlético Nacional. Diez muchachos de negro y uno de azul celeste, en el estadio de Osaka, Japón, cargaban a cuestas la ilusión de miles, el odio del resto, y el veneno de los que intentaban ser imparciales. El rival era el todopoderoso Real Madrid de España, pero antes debían enfrentar –y ganarle- al campeón de la primera división del fútbol japonés: Kashima Antlers.
Los verdes, los rojos, los morados, los blancos, los hinchas colombianos del Kashima, los escépticos, los esperanzados, los que dicen saber de fútbol y los que no saben qué es un fuera de lugar, los que fueron a Japón y los que se quedaron, los que madrugaron, y los que no, los que lloraron de felicidad y los que lloraron de tristeza. Todos pensaron que Kashima Antlers debía ser un fácil –y básico- trámite para Atlético Nacional porque perder contra un equipo de Japón es –y sería- una vergüenza tan vergonzosa como permitir el asesinato de mujeres (grandes y pequeñas); como matar inocentes y hacerlos pasar por guerrilleros comunistas castrochavistas; como falsificar un título de bachiller; como cortar la luz para viciar los resultados de unas elecciones; como robarse el dinero de la educación, la salud, y la justicia. Perder contra Kashima Antlers (o contra un equipo que no salga por televisión) es –y será- una vergüenza nacional más, una de tantas.
La madrugada pintaba más verde que negra. Los muchachos se pasaban la pelotita con paciencia y precisión milimétrica. Pisaban el área rival, tiraban al arco, pero el marcador no cambiaba. De pronto –nadie entendía por qué- el árbitro pitó un penal a favor de Kashima. Era el primer penal de su especie. El primer penal que, en 112 años de existencia de la FIFA, fue sancionado luego de ver una repetición en un monitor. El gol japonés llegó al minuto 33. A partir de ahí todo fue agonía. Los muchachos reventaron los palos. Intentaron ir al frente con el fracaso respirándole en las nucas. Corrían los minutos y Nacional pasó de la serenidad al delirio. Los japoneses hicieron del error contrario su mayor virtud, y en dos minutos –al 83 y al 85- consumaron el fracaso, la vergüenza.
Pero el partido no terminó ahí. En realidad el partido no terminará nunca: unos miles recordarán que un 14 de diciembre de 2016 llegaron donde otros no han podido llegar, para los otros miles también será eterno porque “yo vi cómo te goleó un ignoto equipo de Japón”.
Da la impresión, por los maremotos que provoca el fútbol, que a veces se juegan cosas mucho más importantes que un partido: el orgullo, el futuro, el más allá, el buen nombre, la dignidad, la vida… la patria –que sé yo- subordinada a un balón.
Cuando Argentina perdió la final de la Copa América Centenario, Martín Caparrós intentó encontrar la razón por la que 22 hombres –que le dan patadas a un balón – estremecen y avergüenzan a un país: “Y a mí qué me importa lo que les pase a estos millonarios. Me sucede a veces: me pongo muy nervioso, me saco y entonces trato de ponerme, y me pregunto de pronto para qué seguir con tanto sufrimiento inútil. Alguna vez habrá que entender por qué uno se engancha en estas situaciones. Supongamos que es la búsqueda de la intensidad, que tanto falta en las viditas. Supongamos que por eso apostamos. No tiene mucho sentido, no sirve para nada, al fin y al cabo para tu vida da lo mismo que los millos ganen o pierdan y, sin embargo, lo seguimos haciendo”.
En un intento de darle sentido al sinsentido, el bigotón llega a la conclusión de que el fútbol –además de un deporte y un fenómeno cultural– es un reflejo de eso que llaman patria: “Y aparecerán los que hagan de estas derrotas un destino. Y los que mezclen, por ejemplo, con el destino del país: la Argentina es un país que pierde. Que parece que va ganar, pero al final pierde”.
Esa madrugada negra fueron muchos más que once vestidos de negro. Fuimos –nosotros también ese país– que aúlla y celebra fracasos ajenos como si fueran triunfos propios. Ese país inviable que se avergüenza de todo, menos de lo que debería avergonzarse.