Podría ser paradójico, pero en Colombia, país único que dijo don Carlos E. Restrepo, se hace necesario justificar la paz.
En efecto, somos un pueblo que, a fuerza de vivir secularmente matándonos unos a otros desde el comienzo de la vida independiente, ya nos hace falta la violencia, la sangre, la guerra, la muerte.
Sin embargo, llevamos más o menos ocho meses de un proceso exitoso de paz y los resultados son halagüeños.
Obviamente no ha sido un camino fácil. El proceso no ha sido perfecto. ¿Qué obra humana los es? Y, con resaltos en el camino, con el paso vacilante de un niño de tierna edad, el proceso va caminando. Falta muchísimo todavía. Pero 60 años de violencia no se convierten en el paraíso terrenal por arte de magia.
¿Obstáculos? Los ha habido por montones. Empezando por la desconfianza de la misma gente del común que, en un impulso vesánico, le dio la espalda al procedimiento refrendario y se ha negado a reconocer las bondades del silencio de la boca de los fusiles: las gentes humildes, imbuidas muchas de ellas, ora por actitudes facilistas y superficiales, ora por visiones apocalípticas sustentadas en cizañera información deformada y mendaz, desconfiaron primero de la firma de los acuerdos, después de la desmovilización, más tarde de la entrega de armas, ahora de la desmovilización total y mañana del derecho a la participación política de los desmovilizados.
Personajes de la farándula política, funcionarios despistados, con ansias desmedidas de protagonismo; nostálgicos viudos del poder y dudosos candidatos presidenciales en agraz, se ejercitan despotricando del proceso, blandiendo las tijeras que van a usar para volverlos trizas.
Y es natural que ello suceda. Las guerrillas de las FARC, en más de doce lustros de guerra no fueron capaces de sembrar otra cosa que desconfianza, temor y rechazo de parte de la población civil a quien supuesta o realmente pretendían defender. Los atentados con cilindros bomba, las pescas milagrosas, la extorsión, el secuestro nefando dirigidos en la mayoría de las veces contra gentes inermes, desvalidas y pobres, no podían ser carta de presentación para acreditar el papel de redentores, porque generalmente los redentores se sacrifican en aras de la causa de los irredentos, no sacrifican a los irredentos en aras de la causa.
No obstante, la fuerza de los hechos se impuso y las FARC por fin entendieron que la vida cambia, evoluciona y que la realidad es ineludible, al punto que, quien no acompasa su evolución a esos cambios termina barrido por la historia. Por eso han hecho profesión de fe en el proceso y han reafirmado su inquebrantable voluntad de paz.
No hemos logrado la paz completa, rugen los críticos. Cierto. Pero cuando uno se entera de que en solo Hospital Militar las camas se dedican al tratamiento de enfermedades civiles y no a curar heridas de guerra, renace la esperanza.
Un artículo publicado en el periódico El Tiempo el 22 de abril 2017, por la señora Sandra Inés Henao de Flórez, esposa del general Luis Eduardo Pérez, director de esa institución hospitalaria y quien lleva 18 años como miembro de las Damas Protectoras del Soldado, grupo conformado por las esposas de oficiales en actividad y en retiro que trabajan en la atención y en el bienestar de los miembros del Ejército golpeados por la guerra, genera una sensación de optimismo y de esperanza.
Dice la señora Henao que el Hospital Militar se había convertido en una institución “donde traían a nuestros soldados en pedazos y reconstruían sus cuerpos con amor, magia, profesionalismo, inventando y aprendiendo cómo salvar cada vida que llegaba extinguiéndose”.
Y añade que “en 2016 recibimos solo 36 heridos en combate y en 2017, ¡ninguno!”.
Y eso para enfocar solo la realidad de nuestros soldados. ¿Qué decir de las madres los campesinos alzados en armas, que han visto en los medios a sus hijos entrar vivos y sanos en las zonas de rehabilitación?
¿Y los habitantes de las poblaciones que ayer eran escenario de crueles enfrentamientos, inmersos en la zozobra, el miedo y la desesperanza?
Tal vez se pudo haber hecho las cosas de otra manera. Tal vez las ansias de venganza, de retaliación frente al dolor ocasionado por la pérdida de los seres queridos, hubieran podido tener otros tratamientos y haber transitado por caminos diferentes.
Pero, otra vez, los hechos son ineludibles. La verdad es que este es el camino que escogió el gobierno que en su momento elegimos. Y que lo hizo en buena hora: cada una de esas vidas salvadas; cada una de las lágrimas de las madres de soldados y guerrilleros, o de las gotas de sangre que no fue vertida, justifica el debatido procedimiento.
Maquiavelo decía que las acciones de los hombres se juzgan por sus resultados. Y los resultados que estamos registrando justifican, sin lugar a dudas las acciones gubernamentales en este proceso de paz, que esperamos no se detenga, sino que, por el contrario, sirva de modelo a seguir para llegar a concretar los acuerdos con el Ejército de Liberación Nacional. Y así, las nuevas generaciones de colombianos tengan por fin, como diría nuestro premio Nobel de Literatura, otra oportunidad en la historia.