Cien años de soledad fue el libro del proceso de paz; tanto las FARC como el gobierno lo citaron, lo alabaron y se esperanzaron con sus letras. Al día de hoy, que la implementación se encuentra con grandes obstáculos ¿qué podemos aprender los colombianos de Macondo y los Buendía?
Ante tanta incertidumbre, que la literatura brinde su luz. «Lo esencial es no perder la orientación», se puede leer en Cien años de soledad. Lo sabíamos todos: aquello que estaba tan lleno de sueños, poco a poco se fue intoxicando de realidad.
El proceso de paz se está embolatando. La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que en un primer momento parecía ser el camino, fue cercenada, reducida y caricaturizada. Los análisis jurídicos dicen, más o menos, que le quitaron poder a la paz, que la Comisión de la Verdad, que pudo ser un grupo vinculante al utilizar todos los mecanismos legales para construir la verdad del conflicto, paso a ser un grupo para hacer recomendaciones.
¿Los culpables? Los de siempre. Esos con el perfil que Gabriel García Márquez ya había previsto: «extraviado en la soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo». En este sentido, lo que hizo el Congreso, en su mayoría, fue un homenaje al Coronel Aureliano Buendía, (quien perdió todos sus levantamientos), cuando decía que es más fácil empezar una guerra que terminarla.
El conflicto no tiene un solo actor, una sola parte, ni usa sola versión, pero parece ser que así se quiere. La JEP, en un primer momento, podía esclarecer la culpabilidad directa o indirecta de todo aquel que había propiciado el conflicto, llámese empresario, militar, Pedro o Pablo. Los obstáculos de la paz, en los últimos meses, han hecho parecer que los colombianos, como en Macondo, “estaban en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad”.
Las FARC, pero no solo las FARC, escribieron las historias más tristes del mundo, bañaron de sangre y terror sus zonas de influencia, lo que se supone debía ser un trabajo comunitario, de gestión social, de concientización y adoctrinamiento (eso se supone que hace una guerrilla) fue relegado por la aplicación burda de la violencia. El Estado estuvo a la altura de su sanguinario contrincante: paramilitares, falsos positivos, y más.
Por lo anterior no se puede olvidar la paz, así como Aureliano Buendía cuando la peste del insomnio llegó a Macondo y luchó contra su consecuencia más grave: el olvido. Aureliano combatió al olvido marcando cada cosa y explicitando su utilidad: “con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas”. Los colombianos deberíamos marcar e identificar los hechos de la paz y, por supuesto, de la guerra. Marcarlos en lo más profundo, en nuestra identidad.
Vivir en Macondo es vivir en contradicción, pero Macondo no es solo un lugar, como decía su creador “Macondo es un estado de ánimo”, por esto el lugar de las mariposas amarillas también puede ser un pueblo empolvado perdido en la ciénaga y puede ser el lugar de la aventura y la imaginación o el lugar de la muerte y la traición. No hay que superar la contradicción, hay que vivir en ella y en paz, y aunque se queden sin castigo muchos culpables, la historia y la justicia tendrán que recordar los caminos que llevaron a Colombia por las atrocidades y la tragedia durante, aproximadamente, cincuenta años, la mitad de cien.
Lo importante para que esta estirpe de colombianos no sea condenada a cien años de soledad, no es que los actores del conflicto reciban castigos pictóricos o linchamientos penales y sociales, no; lo importante es que se conozca la verdad, reconocer los errores y las responsabilidades.
En un diálogo que reboza brillantez entre José Arcadio y Úrsula, los protagonistas hablaban sobre irse o no de Macondo:
“—No nos iremos —dijo Úrsula—. Aquí nos quedamos porque aquí hemos tenido un hijo.
—Todavía no tenemos un muerto—dijo él—. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Úrsula replicó, con una suave firmeza:
—Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.”
(Cien años de soledad, p. 24).
Somos de Colombia por nuestros muertos y no podemos irnos de su mejor versión, hay que recordar que todos los muertos que conforman las cifras de la guerra, después del proceso de paz, son menos, muchos menos. Si el itinerario de la guerra hubiera seguido, más familias estarían destruidas, más niños estarían empuñando un fusil sin percatarse del porqué, más muerte, más dolor perseguirían este valle de lágrimas llamado Colombia. La paz, o su ilusión, ha permitido centrarnos en otras dificultades. No estamos cerca de solucionar la vida política de Colombia pero, al menos, el debate no se hace encima de víctimas y sangre.
La implementación seguirá, los desacuerdos seguirán y la amenaza mutará de nombre y partido. No podemos olvidar que Cambio Radical propuso retirar a todos los jueces de la JEP por su vínculo con organizaciones de Derechos Humanos, los acusó de “sesgo político”. Increíble. Podemos sacar nuestro hisopo entintado y marcar a Cambio Radical y a sus representantes con la palabra: guerra. La politiquería encontrará en los ataques a los acuerdos la mejor forma de camuflar sus escándalos de corrupción. El país nuevo, el país del nuevo orden no puede tener apellidos de la vejez en su cabeza.
Los colombianos, al igual que los Buendía, debemos lamentarnos de “cuántas vidas les había costado encontrar el paraíso de la soledad compartida”. De Macondo hay que aprender, y de la magia que cambia la realidad, también. Sea por casualidad, por error o por imperfecciones, ya estamos en un país mejor, tenemos que seguirlo cambiando con nuestras dos armas más poderosas: la lectura y la política. La paz para Colombia es como el mar para Macondo, difícil de encontrar, pero no existe nada más profundo que movilice la utopía que el deseo de encontrarla.