Llegaron a Cali, un poco más de 4 mil indígenas que, en Minga, denunciarán, entre otros asuntos y problemas, la presencia paramilitar en sus territorios.
A su paso por la Universidad Autónoma de Occidente, la admiración y el respaldo de ciudadanos apostados a los lados de la vía, hacen pensar en que nuestros indígenas Nasa y Guambianos, entre otras comunidades congregadas, no sólo dan muestras de una enorme dignidad, sino de resistencia política, simbólica y física, ante un mundo occidental que envilece el sentido de lo colectivo, pervierte la solidaridad y hace del individualismo la única bandera que mueve a los millones de ciudadanos colombianos apiñados en ciudades capitales como Cali.
El engañoso encanto de la ciudad es ese: borrar cualquier asomo de solidaridad y de conciencia colectiva. Encandilados por las luces del desarrollo, los citadinos apenas si logramos comprender la lucha histórica de los pueblos indígenas y afros que por estos días marchan y se plantan para exigir respeto a sus proyectos de vida, a una élite citadina que sin mayor dignidad mueve los hilos del poder para enredarles la vida por el solo hecho de ser distintos y por lo tanto, incómodos. Resultan fatigosos para una minoría poderosa que no acepta su lucha por mantener la propiedad colectiva, la unidad y la autonomía de sus territorios y por exhibir una relación consustancial con la Madre Tierra.
La ciudad, como símbolo de dominación de los ecosistemas naturales y como hito de un anhelado progreso, se erige como un escenario en el que las luchas se sectorizan como expresión clara del rompimiento de cualquier tipo de conexión que se pueda establecer, por ejemplo, entre las protestas de los profesores, de diversos sindicatos, el Paro Cívico en Buenaventura y el Chocó, la Minga indígena, con el modelo económico neoliberal.
Mientras afros e indígenas hablan de la defensa de sus territorios y de liberar a la Madre Tierra, los citadinos pedimos vías de acceso, circuitos, comodidades, seguridad, zonas wifi y luces de neón para abstraernos de las duras realidades que soportan quienes por siglos han mantenido una relación inmanente con la Naturaleza. Los mismos que a futuro, podrán frenar la avasallante lógica de ampliar los perímetros de ciudades, hasta lograr fusionar dos mundos que históricamente han dialogado mal: lo rural y lo urbano.
Anclados, con inusitada fuerza a los espejismos que crean el progreso y el desarrollo, los citadinos ven pasar las Mingas, soportando trancones y observando con desdén la propia movilización indígena y por supuesto, el Paro Cívico de los habitantes del principal puerto sobre el Pacífico. Sus realidades se nos tornan complejas y difíciles de asir.
Y en esa misma lógica responde el Gobierno central, que solo decide afrontar las demandas sentidas de estos pueblos, cuando los dueños del capital ven amenazados sus intereses y dejan de percibir ganancias o afrontan pérdidas millonarias.
Si, pasó la Minga indígena de Jamundí a Cali. Muy seguramente sus voces y reclamos serán recogidos por periodistas, pero igualmente, la élite dominante hará caso omiso a sus demandas. Buscará, esa misma élite, llevarlos al hastío por históricos incumplimientos, para así entonces entrar a “negociar” con enviados de Bogotá o de los gobiernos local y regional. Eso sí, primero los provocarán para que haya desórdenes y enfrentamientos con el ESMAD, que no es otra cosa que la primera avanzada que siempre manda el Estado para probar, nuevamente, la resistencia de los marchantes.
A su paso por Cali, los indígenas nuevamente nos dieron muestra de dignidad, fuerza, coraje, organización, sentido de lo colectivo. Pero poco de eso nos quedará porque seguiremos obnubilados por esta apuesta de desarrollo que solo nos llena de incertidumbres, y que poco a poco va vaciando de sentido nuestras vidas. Por eso, la Minga de ayer será, para muchos citadinos, una Minga más.