Columnista:
Mauricio Galindo Santofimio
Los acontecimientos de las últimas semanas en Colombia quizás no tengan precedentes, y lo que está pasando en el país, no cabe duda, es el fruto de años de malestar, de desconsuelo, de descontento, de rabia de la gente y, por supuesto, del abandono de sus gobernantes y del olvido al que la tiene sometida.
No son solo los jóvenes los inconformes —que tienen toda la razón en sus demandas—, también es un amplio sector de la sociedad que, al parecer, decidió despertar y gritar al país y al mundo que no está contento ni satisfecho ni quiere seguir aguantando tanta desidia y tanta displicencia de los poderosos.
A muchos, parece ser, se les rebosó la copa, se les estalló la ira y se les rebotó la bilis. Eso, precisamente, es lo que ha producido desmanes y violencia a granel. De la Policía, institución que ha perdido toda la confianza de la ciudadanía, por sus imperdonables y execrables abusos, pero también, de varios desadaptados, o más bien delincuentes, que creyeron, y siguen creyendo, que protestar es vandalizar.
Hay gente que cree que protestar es sinónimo de acabar con las ciudades, de atemorizar a sus conciudadanos o de destruir propiedades y bienes públicos. Hay quienes creen que con vandalismo se arreglan las cosas. Y no, no es así como se solucionan.
No faltan los fanáticos que dicen que la anarquía y la revolución per se se justifican, que los cambios se logran con violencia y que la historia nos ha enseñado que así es. Citan la Revolución Francesa, las guerras mundiales, la Independencia y hasta, válgame Dios, las Cruzadas, y dicen que es de esa forma como se asientan las transformaciones.
Tal vez, olvidan que la historia también nos enseña que lo que estuvo mal es mejor no repetirlo. Tal vez, no recuerdan que también los movimientos pacifistas han obtenido grandes logros. Muy posiblemente desconocen que no se puede pedir una sociedad mejor si ello se hace con un arma en la mano lista para matar o con una piedra lista para herir. Que no se pueden pedir mejores condiciones de vida si se destruye la vida misma.
Pero todo esto ha pasado, como lo anotábamos, porque la gente se cansó. Porque se dio cuenta de que este Gobierno —y los anteriores de los anteriores, y los de 200 años antes—, se ha burlado de ella. Todos han cometido faltas imperdonables, errores crasos que perjudican a los menos favorecidos, a los que realmente le ponen el pecho a la vida, a los que sufren por comer, por vestir, por estudiar, por progresar. A los que luchan en las calles por un sustento, incluso a sabiendas de que se está en una grave pandemia que tardará en desaparecer.
Ninguno se salva. Unos han tenido mayores aciertos, claro, pero la gente no ha sido el centro de su accionar. Y cuando lo ha sido, entonces salen los de siempre, los de los gobiernos autoritarios a descalificar procesos de paz, por ejemplo, o a decir que haber prohibido el glifosato es una locura peor que matar o enfermar con él.
Por esos gobiernos de siempre, los de siempre que atacan la paz y la vida, es que estamos como estamos. Por esos gobernantes mandados y manejados por un mesías, por un falso mesías, es que tenemos lo que tenemos y hemos visto lo que hemos visto.
La gente ya no cree en las instituciones porque muchas se han corrompido, porque muchas, van detrás de lo que diga ese dios chiquitico con poder absoluto sobre algunas de ellas. La gente ya no cree en el Congreso ni en la Fiscalía ni en la Procuraduría, ni siquiera en la Defensoría del Pueblo, porque todo lo han cooptado esos áulicos de ese diosito minúsculo pero poderoso.
De todo se han apoderado para cumplir con sus objetivos, que siguen siendo los de venganza a una guerrilla que ya se desmovilizó y abandonó las armas. Que siguen siendo los de garantizar beneficios para ellos, los de generar zozobra y miedo para seguir gobernando. Esos objetivos de este Gobierno, auspiciado y dirigido no por quien debiera manejarlo sino por ese diosito insignificante pero eficaz y efectivo en lavar cerebros, son ni más ni menos los que tienen descontento al ciudadano de a pie.
Y ese ciudadano caminante es el que tiene todo el derecho a protestar, a pronunciarse a movilizarse, pero siempre con las armas de la paz, que son el diálogo y la concertación, y jamás con las que pretenden tumbar gobiernos o generar ese caos que critican.
Los descontentos con este mal Gobierno no son solo por la caída reforma tributaria ni por la de la salud, que genera muchas sospechas y que ya ha perdido el apoyo de la mayoría de los partidos, no. Los descontentos son más profundos. La gente pide oportunidades, empleo digno, que cesen las persecuciones contra quienes piensan diferente y los asesinatos de los líderes sociales; pide educación gratuita y de calidad, salud eficiente, ágil, sin intermediarios y para todos.
El ciudadano común necesita apoyo para surgir, requiere que se terminen de una vez por todas las «roscas», los trámites innecesarios, los abusos en los servicios públicos, en los servicios privados. Necesita salarios decentes. Necesita que su voz sea escuchada cuando se tomen decisiones trascendentales para la transformación del país. Ese ciudadano, joven o mayor, debe ser escuchado, como deben ser escuchados los pensionados, los gremios médicos, las Fuerzas Militares, la Policía, los indígenas, los afro, los excluidos de siempre.
Los sindicatos muchas veces no representan esas voces y ellos también deben reflexionar, porque no pueden tener las mismas prácticas que critican y exigen cambiar. Lo que se necesita es un nuevo contrato social que involucre a todos, sin distingo de credo, raza o color político.
¿Está dispuesto este Gobierno a darse la pela por eso? ¿Está dispuesto este Gobierno a dejar su afán por usar el glifosato o a implementar cabalmente los acuerdos de paz? ¿Está dispuesto este Gobierno a empezar uno con el ELN? ¿Está dispuesto a ceder en algunas cosas y a brindarle a la población lo que pide?
¿Este Gobierno es capaz de dejar a un lado el uribismo que ha demostrado que no sirve, que es rechazado por un amplio sector de la población y que es el origen de cientos de manifestaciones y descontentos?
Parece que ya se le hizo tarde, pero, al menos, en el año y unos meses que le quedan debería poder dejar un recuerdo menos ingrato, porque sin duda pasará a la historia como uno de los peores, y todo gracias a ese ínfimo todopoderoso que no pensó en Colombia, sino en una venganza en la que persiste y en la que nos metió a todos.
¿También está dispuesta la población a ceder y a entender que un gobierno no puede dejar satisfecho a todo el mundo? ¿Están dispuestos los que más tienen a renunciar a algunas de sus prebendas para mejorar la vida de otros?
Esa es una negociación. La de ayer, la de hoy, la de siempre, la que fue, la que vendrá. En eso consiste, en no imponer nada sino en llegar a acuerdos tangibles, concretos y que se cumplan, y para ello hay que ceder y conceder. Los paros se seguirán presentando, las protestas se seguirán llevando a cabo siempre, los inconformismos estarán a la luz del día, pero no estaría mal que cuando se presenten, sean atendidos y escuchados, y, en la medida de lo posible, solucionados para que se acaben. Y tampoco estaría mal que los reclamos se hagan en paz, esa que muchas veces se pide pero no se da.
Adenda. Los golpes de Estado están mandados a recoger. No son la solución para ningún problema. ¿Quién quiere uno? ¿Los que manejan el Gobierno para seguir gobernando? ¿Los que se oponen a él? Que ni se les pase por la cabeza a unos o a otros, porque si estamos mal, de concretarse una descabellada y absurda idea de esas, estaremos peor, mucho peor.