Los recientes escándalos por actos de corrupción que arropan las vidas de los ex magistrados Francisco Ricaurte y Leonidas Bustos de la Corte Suprema de Justicia, del ex fiscal anti corrupción, Luis Gustavo Moreno y del actual magistrado, Gustavo Malo, son la expresión clara del histórico proceso de entronización del ethos mafioso que no solo parece guiar las vidas de los señalados abogados, sino que ha servido de bisagra articuladora entre la acción política y legislativa de los congresistas, y la acción judicial, representada en esta Corte y en otra, también salpicada por actos de corrupción. Recuérdese el caso de Fidupetrol o “Fidupretel” en la Corte Constitucional.
Otros casos de corrupción que evidencian la presencia naturalizada de ese ethos mafioso, tienen que ver con la adjudicación de obras a la firma Odebrecht. Y así, podemos irnos, incluso, a lo sucedido con la construcción de la hidroeléctrica de El Guavio; o lo ocurrido con la construcción de Chambacú, caso en el que estuvieron involucrados los políticos Luis Alberto Moreno y Fernando Araújo. El listado es largo y tedioso, por los niveles de impunidad que los rodea.
Más allá de las versiones entregadas por delatores[1] como Gustavo Moreno y Otto Bula, entre otros, y de los tratamientos espectaculares y reduccionistas que hacen los medios masivos, lo que hay que tratar de ver y descifrar en estos hechos son elementos claves que nos pueden ayudar a entender y comprender el trasfondo ético-político que compromete no solo a los funcionarios corruptos, sino a la sociedad política y en general, a todos los colombianos, así como a específicos agentes de la sociedad civil y por supuesto, a la naturaleza misma del Estado.
Un primer elemento tiene que ver con la precaria institucionalidad que subsiste dentro del Estado, la misma con la que se aseguran perniciosas e insanas relaciones con agentes de la sociedad civil. Al final, la débil institucionalidad se consolida, y por esa vía se permite que el ethos mafioso se filtre por las grietas que dejan las permeables y frágiles institucionalidades privadas y estatal.
Los actos de corrupción se producen y se reproducen no solo porque existen unos personajes dispuestos a ofrecer dádivas a unos funcionarios, sino porque la institucionalidad en los ámbitos privado y público está diseñada de tal forma, que facilita la tarea de quienes están dispuestos a saltarse las normas y manipular los procedimientos para obtener beneficios individuales.
Un segundo elemento tiene que ver con el efectivo y eficiente manejo que los corruptos hacen de lo que se llama la economía del delito. Como saben que el aparato judicial es permeable y corrupto, apelan a hábiles y reconocidos abogados, formados casi que exclusivamente para manipular pruebas y al sistema judicial mismo.
Al final, las penas impuestas, por demás irrisorias, les permiten sopesar los costos morales que les puedan generar las sanciones penales a las que haya lugar y los beneficios económicos alcanzados en las actividades desarrolladas de manera subrepticia o ilegal.
Un tercer elemento tiene que ver con la sanción colectiva que deberían recibir los magistrados, congresistas y contratistas corruptos, entre otros. En una sociedad como la colombiana, la sanción moral y colectiva no existe como patrón de comportamiento social.
El cubrimiento periodístico de los actos recientes de corrupción no sirve para que la sociedad, hastiada de ese “operativo y eficiente” ethos mafioso, se movilice en contra de las prácticas mafiosas de togados, abogados, congresistas, contratistas, comerciantes y altos funcionarios de Gobierno, incluyendo a los protegidos Presidentes.
No se registran en los Medios masivos las voces de rectores de universidades, presidentes de gremios económicos, y mucho menos a los altos jerarcas de la Iglesia Católica y mucho menos a pastores cristianos y de otras comunidades religiosas, exigiendo sanciones drásticas para los corruptos. Por el contrario, parece que no les importara el asunto.
Así entonces, los actos de corrupción que hoy tienen en la picota pública a ladinos ex magistrados de la Corte Suprema de Justicia, políticos profesionales y a funcionarios de la Fiscalía General de la Nación, se asumen como actos aislados, que no comprometen al sistema político y mucho menos, a la estructura moral y ética de unos agentes de la sociedad civil que están dispuestos a todo para mantenerse vigentes y “competitivos” dentro de un Mercado en el que se reproduce el ethos mafioso.
Un cuarto elemento tiene que ver con el maridaje entre políticos profesionales, jueces y agentes de la sociedad civil. En ese histórico contubernio se reproduce y se fortalece el ethos mafioso, lo que hace que la corrupción, a pesar de los escándalos mediáticos, no solo se naturalice, sino que se convierta en un efectivo mecanismo de movilidad social y por supuesto, de enriquecimiento personal.
Y finalmente, hay un quinto elemento que a pesar de estar circunscrito a los dineros que Musa Besaile le envió al ex magistrado Francisco Ricaurte, expone claramente la enorme dificultad social y política que hay en Colombia para proscribir el paramilitarismo. No se trata solo de las millonarias cifras que se manejan para evitar o dilatar un fallo judicial en el marco de la parapolítica, sino de la aceptación política y social que magistrados corruptos han hecho de un fenómeno que está anclado de manera profunda con una sociedad conservadora como la colombiana y con un Establecimiento que apela a la combinación de todas las formas de lucha, con miras a garantizar un Estado que solo les sirve a unos pocos.
Con todo lo anterior, lo que hacen personajes como Otto Bula, Leonidas Bustos, Francisco Ricaurte y Luis Gustavo Moreno, entre otros, es debilitar aún más la ya precaria institucionalidad estatal, para alcanzar sus innobles propósitos de enriquecerse de manera individual.
Al llamado “cartel de la Toga, se suman los del “azúcar”, los “cuadernos”, los “pañales y papel higiénico”, entre otros. Lo sucedido en la Corte Suprema de Justicia no dará para poner punto final a la corrupción. Se trata, simplemente, de un cartel más.
Adenda: Muy grave que la Revista Semana haya decidido sacar de sus páginas a su columnista León Valencia. La salida del colaborador se dio, al parecer, por las presiones y amenazas lanzadas, según trascendió, por un grupo de empresarios y ciudadanos antioqueños, en el sentido de suspender los contratos de suscripción a la revista, por considerar que la publicación hebdomadaria tenía demasiados columnistas críticos de la gestión del entonces Presidente Uribe Vélez.
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[1] La delación de Gustavo Moreno está mediada por las grabaciones que tiene la DEA y por la posibilidad de que sea extraditado a los Estados Unidos. De no mediar la existencia de pruebas de dicho organismo internacional, el ex fiscal anti corrupción, pero corrupto, muy seguramente hubiese mantenido su silencio como parte de los pactos criminales que suelen establecerse entre mafiosos y criminales, establecidos con sus pares corruptos.