Columnista: Tatiana Barrios
Nacer en Colombia es un reto que por cosas del destino hay que aceptar. Crecí específicamente en la costa, rodeada de música y bailes, en una ciudad que aprecia su cultura en niveles desbordantes. Crecí con el mantra de defender lo que se quiere, luchar por los sueños y construir el mundo que deseas. Crecí llena de esperanza y vida.
Y si bien todo era perfecto en ese mundo fabricado por la energía que da la juventud, la curiosidad que viene adherida a la genética actuó y explotó la burbuja del mundo idealizado que tenía. No quitó la esperanza pero sí logró darle razones de peso para luchar por ella, y de simple expectativa volverla hechos.
La curiosidad me invitó a adentrarme en otras realidades, escuchar más, analizar más y sentir desde el fondo de mí ser lo que otros vivían. Llegó un momento donde no quedaba más remedio que enfrentarme a las verdades que me rodeaban, y en el proceso descubrí que las historias que siempre creí que distaban mucho de mi vida, existían, y eran tan cercanas que me reprochaba nunca haberme fijado en ellas.
Me encontré con personas sin una gota de esperanza, tirados en los muros del tiempo esperando a que en algún momento llegase a su vida la calma, y si no, que al menos se acelerara el momento de la muerte.
Tuve la experiencia de acercarme a zonas donde hablar de servicios públicos era un chiste, una comunidad donde no había bachillerato, solo una primaria de tres salones con unas cuantas sillas y un techo, en esa misma comunidad el único lugar de recreación que tenían era un estadero con un billar, las niñas salían embarazadas a los 13 o 14 años y los niños se llenaban de brotes por las aguas estancadas.
Conocí un barrio a donde llegaban los recibos del agua, pero el agua no llegaba, casas que parecen estar congeladas en el tiempo hechas de barro y palo, conocí historias de personas que algún día tuvieron el mismo dinamismo que yo tengo, pero los años, los golpes y las decepciones terminaron por apagarles la llama y dejarlos sumidos a la oscuridad de los lamentos.
Entonces entendí, entendí que este país puede ser cultura, deporte y alegría, pero más allá de eso, en este pedacito de tierra se esconde la historia de los sufrimientos causados por la guerra, la corrupción y el abandono.
Tal vez sea nuevamente mi alma joven hablando, pero me resulta difícil percibir estas realidades como algo normal, resulta verdaderamente imposible naturalizar la extrema pobreza material que carcome la riqueza espiritual de todo un pueblo.
En alguna ocasión expresé en voz alta mi opinión ante la injusticia de sobrevivir sin poder vivir, y una persona mayor me expresó que la pobreza siempre existiría, una frase concreta que interpreté como un no sufras, eso es así y así se queda.
En eso los convirtieron, en eso convirtieron a la generación de mis padres y abuelos. La maldad que sus ojos han visto es tanta que ya no sueñan con la justicia, solo piensan en la tranquilidad de sus familias, «si yo estoy bien con eso basta, vamos ganados». Esas generaciones se convirtieron en lo que llamaré los grandes de la resignación.
Pero no los culpo, su era fue bastante diferente a la que hoy vemos, sus mecanismos de expresión eran muy pocos y la experiencia les decía que más valía guardar silencio, porque en sus tiempos, defender las ideas era buscar la muerte (al parecer no es tan lejano a lo que hoy sucede).
En cambio, la generación a la que pertenezco tiene muchas armas todavía más poderosas que un fusil, entre esas, internet, las redes sociales y los espacios informativos independientes que permiten dar los contenidos desde todos los puntos de vista y resulta más difícil la manipulación por intereses.
De hecho, aunque suene absurdo y poco posible para muchos, los jóvenes con su capacidad de mover masas a través de redes sociales son tal vez la esperanza que le queda a este pueblo en crisis.
Y más que las redes o cualquier herramienta, un país siempre tendrá posibilidad de salir adelante mientras existan en él espíritus jóvenes, porque la juventud es la que huele a innovación y cambio, a riesgo y valentía.
Lo que me preocupa es que nuestro coraje caduque en algún momento tal y como le pasó a nuestros antecesores. Que nos puedan las heridas de los años y terminemos por dejar el camino libre a quienes manipulan, usan y lastiman al pueblo.
Tengo miedo de envejecer en la tierra del olvido, porque aquí la edad y la experiencia traen desesperanza. No quiero que muera el deseo de luchar, de cambiar algo y de soñar en grande.
Y así como yo, miles de jóvenes en Colombia tienen ese tinte nuevo en sus mentes. Ese que más que revolución quiere evolución, dar el paso, queriendo cambiarlo todo y transformar el país que ha explotado laboralmente a sus padres, que no les deja pasar tiempo en familia, y que incluso, los deja sin familia.
La tierra del olvido, la recordada a nivel mundial en estos días por sus índices de corrupción, merece ser desempolvada, merece otra oportunidad y que alguien apueste por rescatarla. Conozco perfectamente que de sueños no se vive y mucho menos se cambia el país, pero esta no es principalmente una invitación a cambiarlo enseguida, es a cambiar el alma, porque un país sin alma está condenado a morir.
Un alma joven siempre vibra, no importa cuánto pasen los años ella permanece ahí aunque se le trate de ocultar. Colombia, busca tu alma joven, encuentra de nuevo la garra de la lucha, de la lucha que es inteligente, innovadora, estratégica y no violenta.
Desempolva los muebles de esta tierra abandonada y devuélvele la vitalidad, quítale los años de dolor y tráele alegrías. Vuelve a ser joven Colombia, aprende a vibrar tan fuerte que nadie te pueda detener.