Un adiós a Fernando Soto Aparicio

Opina - Literatura

2016-05-03

Un adiós a Fernando Soto Aparicio

Fernando Soto Aparicio vino a solucionar un problema en el que estaba metida la literatura colombiana desde la proliferación de las llamadas “Novelas de La Violencia” (como ‘El día del odio’ de José A. Osorio Lizarazo o ‘El Cristo de espaldas’ de Eduardo Caballero Calderón) y que consistió en una primacía de la denuncia del delito cotidiano, de la masacre como pan de cada día, la miseria, sobre una elaboración decente, una prosa con alta calidad. Se escribía mucho panfleto durante los primeros años sesenta, y se lo hacía pasar como novela.

Soto demostró – en medio de un ambiente enrarecido por el periodismo amañado, los gobiernos del Frente Nacional y los escándalos a veces vacuos del Nadaísmo – que no sólo podía escribirse sobre la Colombia profunda destruida en su base, las clases populares cuyo corazón siempre será el dilema entre provincias y centros urbanos, sino que, además, para mostrar esa realidad debía recurrirse a un respetuoso, cristalino, sentido del relato.

Quizás por esa transparencia de su lenguaje y por contar historias recias, sus libros fueron leídos durante muchos años por ciudadanos de diversas condiciones y hasta conquistaron las aulas de instituciones educativas. También por esas virtudes se embarcó, como autor, en el mundo necio y traicionero de la televisión (allí escribió, entre otras, la serie de capítulos unitarios ‘Dialogando’, uno de los primeros atisbos de cotidianidad dramática en las pantallas colombianas). Desde sus intentos iniciales en la  literatura lo distinguió el afán de desentrañar la aventura humana, plena de caídas, crueldad y belleza, con la claridad y la honestidad aprendida de los novelistas franceses del siglo XIX (Flaubert, Zola, Balzac), sus maestros y a quienes volvía con una devoción que ya a sus contemporáneos les parecía anacrónica.

‘La rebelión de las ratas’, su novela más conocida, y la que quizás sea su obra maestra, ‘Mientras llueve’, rompieron con la manía del escritor que suplantaba al periodista de crónica roja. Son novelas con argumentos escabrosos, donde se presenta la cara infame de la minería y del traslado campesino a una ciudad monstruosa que prostituye las vidas de sus habitantes más débiles. Están construidas bajo una perspectiva que halla esplendores entre la podredumbre, que se detiene a captar con una limpidez casi poética situaciones incómodas por lo general tapadas por la asepsia de lo publicitario y los informes oficiales.

A partir de esas novelas el realismo en la literatura de este país no volvió a ser el mismo porque los escritores notaron la importancia de denunciar injusticias sirviéndose del prisma de unas narraciones hechas con altura.

Las exploraciones de Soto nunca se desprendieron de estos parámetros. Y ligó la búsqueda de una narrativa del colombiano común a cierta intención de totalidad. Esto lo condujo a publicar uno o dos libros por año, imitando al Balzac de ‘La Comedia Humana’, a entender que si no trataba todos los temas, si no abarcaba un espectro amplísimo, no lograría lo que se estaba proponiendo. Así pues, se arriesgó a escribir textos irregulares, urgentes (por ejemplo la malograda novela ‘La siembra de Camilo’, una especie de propaganda velada al sacerdote Camilo Torres Restrepo o sus poemas de ‘Oración personal a Jesucristo’, insólitas declaraciones de fe manifestadas por un hombre que siempre dijo ser ateo), así como novelas de un impresionante acabado que merecían haber tenido más difusión, como ese fresco de la tierra caliente titulado ‘Puerto Silencio’ o el dechado de humor negro y de crítica a las instituciones morales que es ‘La Demonia’.

Escribió demasiado. Con una convicción pantagruélica de comprender, de absorber la locura y así mismo lo epifánico de este territorio.

Sin Fernando Soto Aparicio no habría sido posible la novelística de las violencias que vinieron después. ‘La mala hierba’, escrita por Juan Gossaín, ‘Cóndores no entierran todos los días’ de Gustavo Álvarez Gardeazábal, incluso ‘Lara’ de Nahum Montt, le deben más de lo que quisieran o pudieran reconocer, al autor de ‘Después empezará la madrugada’.

Lo asombroso es que la Colombia de Soto Aparicio sigue existiendo en carne viva, se renueva y cobra víctimas día por día.

Los mineros vejados, la pobreza extrema, los campesinos, los ladronzuelos de esquina, los politicastros capataces de finca continúan sufriendo y haciendo sufrir en este país sin destino conocido. Y por eso las novelas de Soto parecen haber sido escritas la semana pasada. Porque aquí el horror encuentra con cada jornada mecanismos de supervivencia. Él enseñó a narrarlos. No creó una escuela, como García Márquez, pero hizo algo por los escritores de estos tiempos que quizás sea un poco más valioso: abrió un camino. El camino del ser humano vivo, que por estar vivo todavía no ha perdido la razón de ser de su batalla, de su pelea. Lo escribió, justamente, en ‘Camino que anda’:

Como el hombre, que en fin de cuentas sólo es un camino sin punto de partida ni punto de llegada, y que no tiene importancia ni por su origen ni por su fin, sino por el solo hecho de ser camino y estar andando, es decir, de ser vida y estar viviendo”.

Fernando Soto Aparicio, el escritor de la Colombia auténtica, ha muerto tras una vida profusa y un trabajo denodado con las palabras. La senda que abrió hace medio siglo sigue siendo tarea pendiente de nuestra literatura para lograr, algún día, vernos como somos, sin imposturas ni omisiones. Queda, además de rendirle tributo leyendo su vasta producción, proseguir ese camino. Nuestro camino.

( 1 ) Comentario

  1. ReplyCarlos Mauricio Vega

    Muy bien escrito tu texto, Darío, y respetable tu punto de vista y aun mejor que lo lleves al muro de Mario Jursich Durán porque estas discusiones feisbukianas por lo general son unanimísticas: todos masacramos a Soto y aplaudimos a Mario. Y te contesto largo justamente porque escribes bien y eso es algo que respeto.

    Estoy de acuerdo contigo en que sin la novelística de Soto no habrían sido posibles La Mala Hierba de Gossaín o Cóndores, porque ambas son excelentes ejemplos de mediocres novelas. Gossaín como novelista es muy buen periodista, y Gardeazábal como periodista es además mal novelista. Pero de ahí a meter en el mismo costal de lecturas prescindibles a Nahum Montt hay todo un Sahara que atravesar. «Lara» es una obra de relojería narrativa que además reconstruye breve pero minuciosamente a dos personajes claves en la historia de nuestra violencia reciente: Guillermo Cano y Rodrigo Lara. El libro de Montt está inscrito en la tradición de la novela negra y además del hiperrealismo que puede hacer una gran novela histórica, y para lograr eso se apoya en las mejores técnicas del periodismo narrativo. Soto es apenas una sombra de su época, un narrador extraviado entre Luis Vidales, Porfirio, Tomás Carrasquilla y los muralistas mexicanos… Decir que la iteratura colombiana estaba en un atasco con El Día del Odio de Osorio Lizarazo (hoy día novela de culto tan ansiada por los jóvenes como Opio en las Nubes) o con Caballero Calderón, y que Soto rompió ese atasco y nos bendijo con su tsunami de hojas porque quería imitar al Balzac de la Comedia Humana, es poner las cosas en una pespectiva inversa y yo diria casi que perversa, dada la limpieza de tus argumentos. Soto nos sumergió bajo un alud de ingenuidad y superficialidad narrativa y nos causó un enorme daño en el sentido de que su estética evidentemente retrasó por décadas el advenimiento de escritores como Caballero (Holguín) o Luis Fayad o Laura Restrepo o el Tomás González de Primero Estaba el Mar, que delinean la poca o mucha madurez de la novela contemporánea colombiana … Y en cuanto a la cotidianidad (de Opus Dei supongo) de Dialogando, pues es la misma que nos pudo haber traído El Chinche o Yo y tú o Simplemente María, y que nos condujo a Betty la Fea, así como Paulo Coelho nos condujo a Walter Risso…

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Darío Rodríguez
Ese es el problema.