Columnista:
Andrés F. Benoit Lourido
Observando la realidad que actualmente vivimos en Colombia, la violencia sigue definiendo el rumbo de la historia. Es un escenario de posconflicto, de una paz quebrada y una evidencia de lo absurdo en las calles durante las protestas.
La violencia explícita entre policías y ciudadanos es la punta del iceberg de un problema histórico y estructural. Por un lado, el conflicto armado y el narcotráfico marcaron la consciencia e inconsciencia a esta sociedad de resolver confrontaciones con el uso de armas, agresiones físicas y verbales. Por eso vemos a civiles como Andrés Escobar y otras «personas de bien» disparando contra manifestantes en Cali mientras policías son cómplices.
Por el otro lado, el Gobierno auspicia y promueve permanentemente las distintas formas de ejercer dominio y control de sus intereses así no sean legítimas; esto se llama violencia política y en Colombia es representada así:
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Violencia policial y paramilitar
Human Rights Watch denunció los gravísimos abusos cometidos por miembros de la Policía Nacional contra los manifestantes y transeúntes durante las protestas desde el 28 de abril.
En el comunicado que emitieron, la organización los acusó de uso excesivo de fuerza, abusos sexuales, muertes y detenciones arbitrarias. «Las violaciones a los derechos humanos cometidas por la policía en Colombia no son incidentes aislados de agentes indisciplinados, sino el resultado de fallas estructurales profundas», afirmó el director de la ONG, José Miguel Vivanco.
También se ha identificado que personas vestidas de civiles, asociadas a la institución, han disparado y arremetido en contra de manifestantes. Estas son acciones paramilitares clasificadas dentro de la violencia política que practica cualquier país.
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Propaganda y censura
La política aquí es un concepto ajeno a toda moralidad. La evidencia de ello son los enunciados diarios en los discursos oficiales de los altos mandos comunicados a través de sus redes sociales y posteriormente, recibidos por los medios tradicionales para amplificar el sermón criminalizador ante cualquier acto de oposición, reclamo o exigencia.
La Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) denunció que el Gobierno usa una estrategia de comunicaciones que fomenta la censura, pues el Ministerio de Defensa, inició una campaña llamada #ColombiaEsMiVerdad con el objetivo de desmentir noticias que ellos considerarían falsas. Sin embargo, esto es un monitoreo injustificado y está en contra de una sociedad democrática, más si tilda a la libre expresión y circulación de información como «terrorismo digital».
Con intenciones de propaganda política, la Policía, el Ejército y las comunicaciones de Presidencia, han publicado mensajes en inglés, francés y hasta en coreano, diciendo a la opinión pública internacional que ellos están «comprometidos con las garantías y protección de Derechos Humanos».
Otra evidencia fue la autoentrevista de Iván Duque en inglés, afirmando con vehemencia que el líder opositor a su Gobierno y otros actores internacionales de izquierda han desestabilizado el país en las protestas. Luego de esto, vimos cómo la Revista Semana publicó su portada al estilo de propaganda de la Segunda Guerra Mundial con el titular: «Petro, ¡Basta ya!»
Entonces, podemos notar toda una construcción de propaganda ideológica para persuadir y aumentar el apoyo internacional y nacional al Gobierno; lavando los trapos sucios de su imagen.
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Hambre y pobreza
En abril, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) publicó una cifra de pobreza correspondiente al primer trimestre de 2021. El 42,5 % de la población se encuentran en estas condiciones; es decir, más de 21 millones de personas están en situación de pobreza monetaria en el país. Las ciudades más críticas son Quibdó, Riohacha, Santa Marta, Barranquilla, Cúcuta y Valledupar. Otro dato: en este país, solo 2,2 millones de familias comen dos veces al día.
La pobreza extrema y monetaria de Colombia es el espejo de una sociedad sin oportunidades, de un Estado que no garantiza el progreso, de una inequidad y concentración exclusiva de la riqueza en unos pocos. Es una estructura con políticas sociales que no fortalecen la calidad de vida integral y básica para cualquier ser humano que tiene el derecho a vivir dignamente.
La institucionalidad está acabada y poco o nada se puede vivir un país que dice ser democrático. Los muertos, el desempleo y el hambre son la desesperación de miles de jóvenes que salen a exigir oportunidades. Pero el Gobierno no atiende, porque su respuesta es generar más violencia; una violencia política con la militarización de las ciudades, con el patrocinio de armamentos a la Policía para seguir reprimiendo con unos «protocolos» degradantes, con los discursos que estigmatiza y criminaliza la libre expresión individual y multitudinaria de ciudadanos. Usan la violación de derechos humanos con la Policía, el hambre y la propaganda como instrumento para la obtención de sus políticas, de su tiranía.