Hace unas semanas ocurrió una tragedia en la ciudad de Barcelona, cuando un hombre que clamaba actuar en nombre de Estado Islámico atacó a los transeúntes que departían en la turística zona de Las Ramblas con una furgoneta. Este acto provocó la muerte de 13 personas y 35 heridos. Poco después hubo otro ataque en Cambrils, provincia de Tarragona, también causado por un musulmán radicalizado.
Estos sucesos se suman a los ataques sucedidos en Francia, Bélgica y Alemania y son los más importantes en suelo español desde el que tuviera lugar en el metro de Madrid en 2004, reclamado por Al Qaeda, que era el grupo terrorista más importante del momento.
El método utilizado por el asesino en Las Ramblas es similar al que dispusiera el de Niza el año pasado, cuando casi 100 personas perecieron en una situación en donde un vehículo se convirtió en arma.
Cada vez que ocurren estas tragedias, los medios de comunicación se apresuran a condenar los hechos, igual sucede con los mandatarios de los principales países y en el caso de Barcelona, ciudad conocida por su tradición futbolística, hasta las grandes figuras del equipo del mismo nombre se pronunciaron sobre el hecho.
Sin embargo, todos los anteriores suelen olvidar a los asesinados en lugares como Raqa, Alepo o Mosul, cuyo sufrimiento nos es más lejano, cuyas historias se suceden de forma tan fugaz, que caen rápido en el olvido porque son de todos los días, ellos que pasan de forma más o menos inmediata a la estadística y viven un infierno parecido al de Barcelona pero en mayor escala desde el inicio de la guerra.
Son los mismos que para no morir a manos de las bombas y la pobreza escapan a Europa en donde les cierran las puertas, son los nietos de los que migraron antes y no se adaptaron a Occidente, los desposeídos, los que llegaron para convertirse en europeos de segunda, esos que están pero no pertenecen. Ellos son el otro.
Quizá no haya una intención definida en el trato diferencial que se da a las noticias, tal vez el hecho de dar muchísima más importancia a los muertos de París que a los de Beirut no sea más que la evidencia del hecho de que estamos colonizados y seguimos creyendo, aunque en forma inconsciente, o al menos velada, en civilizaciones superiores. Pero esos inadmisibles silencios encarnan también una toma de partido.
Es verdad que a medida que se tecnifica la guerra se hace más horrible, la asepsia en la manipulación de las armas y la ejecución de los ataques, que ahora se realizan a distancia y para el caso de Siria muchos desde el aire, han desembocado en una cantidad escandalosa de víctimas civiles, desplazados, escudos humanos o lo que llaman eufemísticamente errores colaterales pero sigue siendo guerra. Es la guerra, a secas. Los civiles caen en ambos lados del conflicto, todos son lamentables, ninguno es más importante que el otro.
Sin embargo, el trato que se da a las noticias pareciera indicar otra cosa, si seguimos el cubrimiento de los hechos, encontramos cómo los grandes medios se enfocan de manera febril en las tragedias sucedidas en el continente europeo mientras que sobre el polvorín de Oriente Medio se limitan a reportar pasivamente, esta forma de tratar los acontecimientos, de seleccionarlos, de achicarlos o agrandarlos tiene implicaciones graves, finalmente, el manejo que se le da a la información se decanta por la mayor valía de unos humanos respecto de otros en razón de su nacionalidad o simplemente del lugar en donde habitan, en el momento actual pesa más un musulmán español que un musulmán iraquí y ambos pesan menos que un francés o un británico de corte totalmente occidental.
Es aquí donde confluye el lado ético y biopolítico del asunto, es en este punto en donde sale a la luz el papel indispensable que tienen los Estados en la determinación de la humanidad de los humanos.
La idea de Estado en su concepción moderna está pensada como una comunidad de ciudadanos, el Estado en su esencia sólo los defiende a ellos y ante él sólo ellos son seres humanos. El resto es externo, sólo son iguales ante la ley y defendibles los que gracias a su raza, partida de nacimiento o condición cultural pertenecen a la nación, que es otra forma de nombrar a la comunidad. El postulado global de los derechos humanos se ve en tela de juicio ante la pesada configuración estatal en detrimento de los ingentes esfuerzos de muchos. Aquí está la raíz del problema de los refugiados.
Otro factor relevante es la configuración de la guerra en el territorio, mientras que Siria e Irak están plagados de actores bélicos que compiten por el dominio en la zona, las metrópolis europeas viven en comodidad y los hechos de guerra estallan de forma espectacularmente –y mediáticamente- más visible de vez en vez, como la guerra no se hace cotidiana, escandaliza más. Esa misma presencia de actores armados en la zona es utilizada para justificar los ataques externos, que en realidad persiguen intereses distintos del bienestar de las poblaciones y siembran las semillas de futuras ortodoxias en ambos escenarios.
La ortodoxia de los militantes islámicos que pretenden regresar al orden social de los tiempos de Mahoma, la de los políticos europeos de derecha que hacen de la estigmatización y el cierre de fronteras su programa político, la de aquellos que dicen defender las raíces cristianas comunes de los europeos y la de los inadaptados que se radicalizan en el seno de las metrópolis europeas, frente a los ojos de las sociedades en las que están sin pertenecer, sin que puedan controlar este fenómeno.
Entonces, como los musulmanes son tan malos, como ellos son tan otros, debido a su barbarismo y atraso endémicos, los ataques externos son justificables, se realizan en nombre de la democracia y de la libertad, así de repente dejan de lado su carácter sangriento y aparecen como adecuados, se vuelven rutinarios, casi anecdóticos.
Luego basta con gritar que el terrorismo no asusta ni paraliza y fingir tranquilidad al son de La Marsellesa en alguna ciudad francesa. Pero los ataques no son adecuados, el terrorismo sí paraliza cada vez que sucede, las personas sí se asustan, la xenofobia aumenta y de forma ciega, los que bombardean le siguen el juego al musulmán radicalizado, le dan argumentos, preparan el escenario para su ataque, que es la horrible constatación de que la guerra es real también para los europeos, de que ellos no están exentos.
Así las cosas, resulta necesario volver sobre la humanidad de los humanos y para ello es indispensable condenar de forma vehemente todos los ataques, sin importar el lugar en donde sucedan ni la religión o la cultura de los caídos. Sin hacer distinción ni selección alguna respecto a la relevancia en cada caso. Todos son relevantes.
También es importante hacer el énfasis correspondiente sobre la nueva configuración de la guerra, en un momento de la historia en donde las confrontaciones entre Estados son cada vez más escasas, en donde aparecen actores que escapan a su jurisdicción, que son difusos y funcionan en forma de red, en donde el Estado ya no es la instancia única del poder político, sólo de esta manera comprenderemos que la guerra es guerra y que su particularidad consiste en el enfrentamiento de dos entidades distintas, los Estados nación de corte occidental contra los grupos radicales islámicos que actúan de forma no convencional.
Pero lo demás es igual. No es que los actos de guerra sean terroristas o no dependiendo del actor que los perpetre, no hay dos raceros, es la guerra, a secas.
Es necesario reevaluar la utilización del término terrorismo en los medios y en la academia, puesto que este se pone al servicio de los conservadores y de los que estigmatizan las más de las veces, éste se ha convertido en el testimonio más patente de la doble moral y la toma de partido. Reitero, la guerra es guerra, a secas.