Columnista:
Germán Ayala Osorio
Hay consenso político y académico alrededor de que la tierra en Colombia es, de tiempo atrás, el factor generador de múltiples formas de violencia. Incluso, fue uno de los factores que legitimó el levantamiento armado en los años 60, situación que metió al Estado y a la sociedad colombiana en un largo conflicto armado interno.
Y no me refiero exclusivamente a los crímenes cometidos contra pueblos afros e indígenas y comunidades campesinas que, siendo poseedoras y dueñas de parcelas y grandes extensiones de tierra para uso colectivo, fueron sometidos a largos procesos de despojo. Ese saqueo terminó en un debilitamiento cultural-ontológico que aún el país no valora.
Pero hay otras formas de violencia, como la ambiental-ecológica, en la medida en que hemos asistido a transgresiones de los límites ecológicos de los ecosistemas intervenidos para imponer actividades agroindustriales y la ganadería extensiva de poca o nula productividad, que han transformado paisajes y roto conexiones ecosistémicas.
Torres-Mora [1] (2020) nos recuerda que Colombia ha enfrentado tradicionalmente un problema de concentración de la tierra. Su GINI de 0.88 indica que se trata de uno de los países más desiguales en términos de distribución de la tierra en el mundo (Salinas, 2012).
Poseer grandes extensiones de tierra no solo da poder, sino que puede hacer sentir a quien concentra cientos de miles de hectáreas, para beneficio individual, como un gran macho, capaz de dominar vacas, toros y caballos. Comportamiento claramente coherente con la sociedad colombiana que deviene machista y patriarcal.
Recientemente, la Contraloría General de la República, durante la administración de Sandra Morelli, y el senador Wilson Arias, advierten que en la Altillanura colombiana se desató un fuerte proceso de apropiación indebida de baldíos, por parte de empresas agroindustriales del Valle del Cauca y de multinacionales interesadas en imponer el modelo de la gran plantación (soya, azúcar o palma africana) para producir biocombustibles. Tomada la temperatura de lo que allí sucede, el diagnóstico es uno solo: hay una fiebre incontrolable por la tierra.
De la misma manera como la COVID-19 parece ser altamente contagiosa, la fiebre por la tierra también lo es o, por lo menos, eso se evidencia en Gustavo Londoño García y Daniel Alberto Cabrales, militantes del Centro Democrático, “pacientes” que deambulan contagiados por la “fiebre por la tierra”. Dicho estado febril es generado por la maldita ambición de concentrar tierra a como dé lugar.
Huelga recordar que esa colectividad política opera asociada a los intereses de ganaderos, latifundistas y empresas inmobiliarias, circunstancia que explica el comportamiento del representante a la Cámara por el Vichada, Gustavo Londoño y el del exsenador, Daniel Alberto Cabrales, hoy embajador de Colombia en República Dominicana.
Del primero hay que recordar que estuvo involucrado en un lío judicial por la apropiación de unas tierras baldías. El Espectador así lo registró en su momento: “la Sala Civil del Tribunal Superior de Villavicencio falló a favor de la Agencia Nacional de Tierras (ANT), la cual, mediante una tutela, solicitó que quedara sin efectos un proceso de adjudicación de tierras sobre el predio Buenavista en el municipio la Primavera (Vichada). Se trata de una determinación judicial de un juzgado de Puerto Carreño que en agosto de 2017 adjudicó 6.633 hectáreas de tierras baldías (es decir, que son propiedad de la Nación) al representante a la Cámara por el Centro Democrático, Gustavo Londoño García”.
Es decir, estamos ante un agente político estatal que viola la ley y se burla de la Agencia Nacional de Tierras. Ahora bien, una cosa es que el fallo que lo obliga a devolver los terrenos apropiados de manera irregular o ilegal haya quedado en firme y, otra muy distinta, es que el acto de devolución haya ocurrido tal y como lo ordenó el operador judicial.
Del segundo, es decir, del exsenador Cabrales, hay que señalar que la situación es similar, pues se trata de la misma acción conducente a apropiarse de baldíos de manera irregular (y es posible, que de forma ilegal), apelando a estratagemas jurídicas para apropiarse de tierras baldías, esta vez, en el Pacífico colombiano.
Por la gravedad de lo que acontece con el embajador de Colombia en República Dominicana, el senador Arias le pidió al presidente Duque que sacara del cargo a Cabrales.
No creo que Duque Márquez acceda a la petición del congresista del Polo Democrático Alternativo, por la siguiente razón: a pesar de fungir como jefe de Estado, Iván Duque no tiene la potestad absoluta para nombrar y retirar personal diplomático. La mejor prueba de esto se dio con el caso del embajador de Colombia en Uruguay, Fernando Sanclemente, involucrado en un escándalo por narcotráfico en razón a que la DEA y las autoridades antinarcóticos de Colombia encontraron en una finca de su propiedad, varios laboratorios para el procesamiento de droga.
Al esperar que el embajador Sanclemente renunciara, quedó claro que por más escandalosa que sea la situación que envuelva a miembros del partido de Gobierno, siempre esperarán a que el funcionario renuncie de manera voluntaria. Aquí la lealtad está por encima de la ética pública y de la moral. Eso sí, una lealtad bastante parecida a la establecida en las relaciones entre mafiosos.
Con todo y lo anterior, Colombia se mueve entre vivir en medio de una eterna y maldita lucha por la tierra, o en consolidarse como una tierra maldita.
[1] Acaparamiento de tierras y acumulación por desposesión en Colombia. El caso de las Zonas de Desarrollo Rural, Económico y Social (ZIDRES). Revista Forum 17. Universidad Nacional de Medellín.