Que yo recuerde, el primer capítulo de la séptima temporada de The Walking Dead ha sido uno de los más violentos en la historia de la televisión. Y también uno de los más dolorosos. A pesar de que ya llevan un buen tiempo haciéndolo, es difícil acostumbrarse. Si algo han demostrado con creces las series de la nueva edad de oro es que cualquiera puede morir. Y cualquiera es cualquiera. Antes, en los ochenta, por ejemplo, ni los malos morían (la única manera de conocer el infierno era acompañando a José Miel en sus aventuras). Y aunque la serie de los muertos vivientes ha borrado, a tiros, espadas y mordiscos, personajes que con buen tino se habían ganado nuestro cariño, creo que ninguna muerte había dolido tanto como la de Glenn —para mí un sacrificio solo comparable con el de Charlie en Lost o el de Eddard Stark en GOT—.
Es entendible que las redes sociales hayan estallado y que la serie recobrara la fuerza que continuamente pierde en sus soporíferas redundancias narrativas. ¿Cómo es que logramos compenetrarnos con un personaje de ficción hasta el punto de pedir la cabeza de un guionista o productor por una decisión creativa? Precisamente porque ese guionista ha hecho muy bien su trabajo.
En retórica existe algo llamado suspensión de la incredulidad, la cual ocurre cuando el receptor de una obra de ficción decide aceptar las reglas —realistas, absurdas, poéticas— presentadas por su creador, de tal manera que pueda sumergirse intelectual o afectivamente en ella. Es por esto que podemos sentirnos involucrados con realidades donde los peces hablan o los zombis hacen más insoportable la vida de los hombres. Nos identificamos con los personajes porque creemos en ellos, en lo que representan, y por eso, cuando mueren, nuestras utopías domésticas terminan por resquebrajarse un poco.
Lo sucedido en las últimas semanas en Colombia ha sobrepasado los recuentos imaginativos más perspicaces. Si un escritor se lo hubiera inventado, su historia habría sido vapuleada por inverosímil. Tras la firma de paz entre el Estado y las Farc, el desastre del plebiscito y la adjudicación del Nobel de Paz a Santos, alguien, tratando de asimilar su asombro por el cúmulo de improbabilidades juntas, trinó acertadamente: Para qué Netflix, si vivimos en Colombia.
Sí, Netflix se queda muy corto, pero no solo por lo ocurrido en los últimos días. ¿Recuerdan los años ochenta?
Hay una canción muy mala de Poligamia, como todas las canciones de Poligamia, Mi generación, que hace unas cándidas referencias a la odisea de crecer en aquella época. Yo también recuerdo haber visto las imágenes de la toma del Palacio sin entender muy bien su magnitud. Recuerdo cuando Virgilio Barco apareció en el televisor anunciando el asesinato de Galán, y las noticias de las siete informando sobre los atentados de Escobar. Yo era muy pequeño y todo aquello se mezclaba, sin consecuencia alguna, con las aventuras de Los magníficos o Bugs Bunny.
Algo parecido provoca la serie Narcos. Allí se nos ofrece un recorrido turístico por una de las épocas más tenebrosas de la historia de Colombia a través de un puñado de personajes de telenovela, recuentos periodísticos en off y fotografía publicitaria. Mientras Escobar termina de transformarse en un ídolo pop, sus víctimas aparecen y desaparecen lánguidamente, sin torpedear nuestra blanda sustancia emocional.
Salir de los ochenta significó para muchos el ajuste de conciencia con el cual se fracturaría nuestra inocencia moral. Colombia no dejaba de ser un escenario televisivo, pero como ocurre con los personajes entrañables de la ficción que desaparecen de repente, a muchos nos empezaron a doler ciertas fatalidades. Yo me hice adulto entre dos fechas. El dos de julio de 1994 fue asesinado el futbolista Andrés Escobar y el trece de agosto de 1999 fue acribillado el humorista Jaime Garzón.
Recuerdo perfectamente el lugar donde me encontraba y el dolor que sentí cuando me enteré de las dos muertes, un dolor que todavía me acompaña y que por supuesto no tiene ningún punto de comparación con el dolor de sus familiares y amigos. Yo nunca los conocí, solo los vi por televisión, porque además de llevar sus propias existencias como parte de experiencias más complejas de intimidad, ellos también eran personajes, personajes con los que me identificaba por lo que significaban.
Andrés y Jaime son símbolos de lo que yo y muchos más amábamos de Colombia, precisamente lo contrario de aquello que encarnan los mafiosos, militares y políticos que los mataron. Lo que Andrés Escobar hacía en la cancha era un reflejo de su forma de actuar en el mundo, una muestra radical de honestidad, respeto, solidaridad. Jaime Garzón, tal vez el hombre más inteligente que ha pasado por la televisión de nuestro país, era un visionario, alguien capaz de lograr con su burla a los poderosos la más cruda de las denuncias. Ambos todavía señalan un futuro posible.
Los últimos acontecimientos nos muestran de nuevo la política como escenario, y algunos papeles, desafortunadamente, parecen repetirse. Así como algunos pistoleros o reguetoneros idolatran a Pablo y otros llamados analistas políticos hacen lo mismo con Popeye, mientras las juventudes del No, cristianas y del Centro Democrático —que parecen sufrir demencia senil— y los gamonales claman por la unidad nacional, las multitudes que resisten a la infamia parecen ofrecer con sus actos un homenaje a estos dos cracks invencibles.
Muchos televidentes creen que Glenn todavía está vivo. Gracias al poder de la ficción, nuestra fe está intacta. De la misma forma podría pensarse que Andrés y Jaime no se han ido, que nos acompañan de alguna manera. Creerlo así es un aliciente contra los turbios tiempos que vivimos.
Publicado el: 3 Nov de 2016