“Nacer es empezar a morir”, proverbial frase de vieja data. Y, ¿qué mejor modo de sintetizar una “tesis” del vivir, de la vida en sí, si no es uniendo y confrontado la construcción y destrucción constante?
Los mortales somos una dualidad simétrica del nacer y del morir. Del amar y del odiar. Del ser y del fenecer. Somos capaces de amar en una extensión vasta y a partir de allí, también sin tener la intención muchas veces, lo anulamos todo a través de una devastación funesta. Me pregunto en todo caso, hasta dónde el ser humano amoroso y siniestro y, siempre catártico, necesita invariablemente “purificarse” a través de sí mismo o de otro, aplicando la fórmula inherente a su naturaleza de acción + construcción + destrucción.
La realidad es constante en demostrarnos cuán inestables, exigentes, desagradecidos, extraordinariamente imposibles de satisfacer, desdichados, o…simplemente humanos, somos. Verbigracia, conseguimos con gran anhelo y esfuerzo un trabajo, y antes de lo que pudiésemos imaginar, empezamos a hallarle defectos, nos empieza a cortejar la insatisfacción, nos embriaga la frustración o, simplemente la espesa e irascible ambición empieza a hacer de las suyas, llevándonos a buscar una supuesta mejor alternativa de vida.
Y una vez conquistado ese “peldaño”, el ciclo de tarifas, codicias e insuficiencias, vuelve en su justa proporción a hacer de las suyas; cuando no es que se anhela aquella realidad que en manos se tuvo pero que la “avaricia”, nuevos intereses repentinos o, influencias turbadas o no, nos empujaron a tomar determinadas decisiones. Anhelamos, alcanzamos, construimos, destruimos. Muchas veces, cualquier empresa de vida que se acometa: estudio, negocio, relación sentimental, etc., termina siempre en esa dicotomía “malsana”.
Con la profesión o el primer intento de empezarla, muchas veces sucede; nos frustramos, la inseguridad nos acecha, e incluso, la terminamos sin quererlo en realidad. Solo por alcanzar la obtención de un título.
En la constitución de una compañía, cuyo propósito siempre arranca con un desbocado y precioso entusiasmo, la frustración acecha a la vuelta de la esquina; incompatibilidad entre los socios, uno más ambicioso que el otro, principios de vida disímiles, cunas esquivas o sea cual fuere la razón que entre en juego. O sino, una vez la empresa ya posicionada empieza a crecer, reverdece de nuevo otra cara más astuta de la codicia, o de la más aguda inquina de parte de un socio hacia aquel excesivamente avaro, ventajista o explotador; cuando no son otros los factores que empiezan a enquistarse y minar desde adentro la sociedad. O, si la relación entre las directivas medianamente funciona, empiezan a frustrarse las relaciones entre “la nómina” o entre esta y los jefes y etc.
Todo al final, gira en torno a las expectativas frustradas; del devenir humano en cualquiera sea su prioridad o escenario de vida. Creamos para confluir y crecer y al no coincidir, destruimos y nos toca re-inventarnos.
Y, en las sendas del amor, ni se diga. El Hombre, cuando no se encierra en una venerable soledad que bien puede ser enriquecedora o desoladora, y sale a la “caza” de alguien, busca compañía y compatibilidad en esencia. Afinidad en gustos y detalles, una pronunciada o considerable siquiera, analogía laboral, corporal, sentimental, profesional, sexual, conceptual o llámese como se llame, cuando lo ideal, por supuesto es hallar ese alguien afín en casi todos los campos mencionados “y hasta más”. Pero entonces, por precipitado, obcecado, obtuso o lo que sea, se estrella con una realidad funesta que sufre y lo hace supurar por aquella decisión intempestiva que luego acomete furiosa con insondables reveses. Expectativas frustradas. La pareja no llena porque solo compensa en unos campos y no en los fundamentales. Se destruye lo construido o se arranca lo escrito; casi como la hoja que pensaba borrar antes de terminar esta columna y, la que ahora resuelvo, dejar intacta.