Si el asunto no hubiera tenido a lo largo de nuestra historia ribetes trágicos y cruentos, lo único que haría sería mover a risa: Un Estado laico del siglo XXI discutiendo, todavía, si es viable una ceremonia religiosa para exaltar un hecho de la historia civil y política de la República.
La religión es una manifestación de una de las formas de poder, el ideológico o simbólico, que se ejerce, sin necesidad de activar la fuerza o el condicionamiento económico, sino que se basa en la posibilidad de interpretar la realidad desde un esquema mental – ideológico – que fabrica una explicación de lo que sucede, la cual no necesariamente tiene que coincidir con la realidad – de hecho, en más de una ocasión, es contraria a la realidad –, pero que es ampliamente operativa y eficaz por su capacidad de penetración.
Durante el siglo XIX los dos partidos políticos en que se dividió la opinión de los colombianos acomodaron sus visiones ideológicas según las corrientes y modas que estaban en boga en la Europa de la época. El conservatismo, aferrado a la visión hispanófila, que encomiaba el legado colonial mediante la hipervaloración del aporte en materia de lengua castellana y de instituciones eclesiales religiosas. Y el incipiente liberalismo, tributario de la modernidad, que aspiraba a implantar en estas breñas americanas los ideales de la razón, el libre examen y las libertades filosóficas, políticas, sociales y económicas.
Mucha sangre corrió en ese siglo y en el siguiente por causa de la pretensión exclusivista de la Jerarquía Católica, de ser la única y verdadera forma de vivir el cristianismo, “fuera de la cual no hay salvación”.
De la contienda salió mal librada la modernidad, que tuvo que enfrentar no solo las malas condiciones económicas de las crisis de los años setentas, sino la andanada antimoderna de las encíclicas papales de Pio X y del hoy exaltado a los altares, Ezequiel Moreno. La batalla de La Humareda sepultó, junto con la República Liberal y la Constitución de Rionegro, los ideales de librepensamiento y tolerancia que ese documento había inspirado.
Vino entonces la reacción antimoderna, envainada en la Regeneración fundamental para evitar la catástrofe. El Estado se volvió confesional y se hipotecó la razón al Vaticano mediante un documento nefando denominado Concordato con la Sede Apostólica.
A partir de ahí la vida de la patria transcurrió por las sacristías y los confesionarios, al punto de que las candidaturas presidenciales se escogían en los palacios arzobispales.
Se postuló la insólita ofrenda del país al Corazón de Jesús, que introdujo la Hierocardiocracia, estatuida por la Ley 26 de noviembre 8 de 1898, y que ordenó que cada año el país fuera consagrado a esa sagrada víscera.
Años más tarde, y dentro de la misma perspectiva premoderna fue implementada una serie de ritualidades y formalismos de carácter cívico religioso, dentro de los cuales se inscribió la norma (ahora demandada) contenida en el literal A (numeral 1) y literal D del artículo 4º del Decreto 770 de 1982 o Reglamento de Protocolo y Ceremonial de la Presidencia de la República expedido por el Gobierno Nacional, mediante el cual se establece la celebración de una ceremonia religiosa católica – un Tedeum – para conmemorar la fecha del alzamiento popular del 20 de julio de 1810.
Esta norma viola de manera flagrante los artículos 13 y 19 de la Constitución, por cuanto el nuestro es un Estado Laico, en el cual las diferentes confesiones religiosas que existen en el país tienen derecho a un trato igualitario, razón por la cual privilegiar una credo en específico a la hora de conmemorar hechos históricos relacionados con la consolidación del Estado colombiano, es abiertamente contrario a la Carta.
Lo que el Consejo de Estado ha hecho ahora es reiterar el carácter laico del Estado y la “existencia de un deber de neutralidad religiosa” que “exige imparcialidad de las autoridades frente a las manifestaciones religiosas e impide que el Estado adhiera o promueva una religión”, sin embargo, no faltará el perverso de turno que salga a decir que esa es la materialización del segundo punto del acuerdo de La Habana.