La propuesta de la Asamblea Departamental de condecorar al ex procurador Alejandro Ordoñez con la Orden de la Antioqueñidad, y nombrarlo como “hijo adoptivo de Antioquia”, que por fortuna no prosperó, generó todo tipo de reacciones en la opinión pública. Lo cierto es que a través de las redes sociales se tejió todo un movimiento de indignación y de voces que repudiaron dicha postulación, e incluso a través de la plataforma change.org se creó una petición en línea para rechazar esta iniciativa del ente colegiado. Poco después, la misma Asamblea Departamental anunciaría el desistimiento de dicho homenaje tras el escándalo generado y la indignación de amplios sectores de la ciudadanía.
Sin embargo esto no fue impedimento para que un grupo de ciudadanos se congregaran en el restaurante Mondongos de Laureles para agasajar a este personaje de la política nacional, e imponerle muy a la usanza antioqueña, el famoso collar de arepas como símbolo de su respaldo, pero al mismo tiempo, evidenciando esa entraña ultraconservadora y religiosa que caracteriza a una extensa facción de la sociedad paisa. Esa misma que salió a marchar el 1 de abril, esa misma que votó por él No en el plebiscito por la paz, y esa misma que no tolera que el presidente Juan Manuel Santos haya optado por las vías pacíficas, en contravía al legado de quien fuera otrora su máximo jefe, el expresidente y senador Álvaro Uribe Vélez.
Para nadie es un secreto que Antioquia es la parroquia más grande de Colombia, esa tierra prepotente que adoctrina sin piedad y convierte ciudadanos en feligreses, que defiende valores obsoletos por encima de principios democráticos, que usa su doble moral cuando le conviene y que impone dogmas sobre verdades.
Antioquia es de esas que acoge camanduleros como hijos predilectos y que manda a callar a osados que auscultan en realidades escandalosas que pocos están dispuestos a reconocer, porque por supuesto, esta tierra de hijos ejemplares no puede perder sus buenas costumbres.
Claro está que esa obsolescencia política y cultural de Antioquia no es una novedad para nadie en el país. Desde afuera nos observan con recelo y no sin justa causa nos achacan ser forjadores de gran parte de esta tragedia nacional. A nadie le sorprende ya eso, lo que si sorprende es la doble moral de personajes como el ex procurador Ordoñez y la clase política de su misma raigambre que encuentra en nuestro departamento un caldo de cultivo para sus ideas “restauradoras”. Esa misma clase política que nos quería meter el dedo a la boca adoptando a un desterrado y vendiéndonoslo como hijo ejemplar de esta tierra.
Esos mismos que se hacen llamar bienhechores de esta incauta sociedad antioqueña, son quienes convocaron una marcha en contra de una corrupción que ellos mismos se han encargado de robustecer a espaldas de ciudadanos que ingenuamente caen en sus trampas discursivas y sus falacias ideológicas. Esos mismos que promovieron condecorar a un ex procurador que acolitó graves hechos de corrupción que tienen al país en crisis, que permitió todo tipo de maquinaciones y prácticas indecorosas con tal de perpetuarse en su cargo, al mismo tiempo que sostenía en el poder a los de su misma clase, persiguiendo a quienes según su cuestionable moral, atentaban contra las buenas costumbres de lo que indicaban sus doctrinas cuasi medievales.
Y lo peor de todo, es que esa es la clase de políticos que prosperan en nuestra tierra, que exaltamos como héroes y a quienes entregamos condecoraciones en reconocimiento a sus “justas luchas”, casi siempre acompañadas de consignas religiosas que ellos deciden encarnar. Pero peor aún es ver como en Antioquia es donde prospera el mayor arcaísmo político, donde los ciudadanos respaldan personajes e iniciativas que socavan las libertades y los principios democráticos que tanto esfuerzo y años le ha costado al país fortalecer.
Nuestra moral es tan endeble, tan etérea, tan flexible. Se acomoda a las circunstancias, olvida fácil, no conoce de razones. Nos inspiran más los mitos y una simbología en desuso, que las realidades y verdades que como sociedad debemos encarar. Sufrimos de una ceguera moral que nos mueve a ensalzar a cuestionables representantes políticos, a respaldar dogmas o verdades a medias sin un mínimo de sometimiento a la razón, nos mueve la pasión enardecida que persigue enemigos, mientras las verdaderas responsabilidades que tenemos como cultura democrática aún están pendientes.