¿Cuántos de nosotros anhelaríamos ver al pederasta colgado de sus… pecados?
¿Cuántos colombianos ansían una pena radical; aquella que más escarmiente a esos abominables depredadores de infantes llamados pedófilos?
¿Cuántos concebimos esa y NO otra opción para esos gusanos sociales que exterminan la infancia y destrozan el alma infantil sin clemencia alguna?
En más de una columna he manifestado que una escoria que abusa de un menor y además termina asesinándolo es un irreformable que solo merece arder en el averno. Más nada.
Personalmente quisiera verlos suspendidos de un mástil en plaza pública; donde todo el mundo lo vea. Solo así, esos engendros, pedófilos y afines, van a escarmentar. Antes no.
Al carajo el derecho a la dignidad del victimario y la protección de otros derechos conexos dentro un “Estado Social” cuyos estipendios y garantías constitucionales a depredadores sexuales, homicidas y monstruosidades análogas, terminan ahogando y burlando los derechos y amparos de la miserable víctima. Sí, no es una decisión fácil; pero aquí en Colombia mientras no “experimentemos” la cadena perpetua o la pena de muerte para tan devastadoras escorias, el nugatorio debate seguirá rezagándose y desahuciándose en un camino lleno de nimiedades morales, miedos inauditos, hipócritas fruslerías sociales e inanes llamados a reconstruir el tejido social; mientras la intimidad y piel de los niños de Colombia sigue siendo demencial y asquerosamente vulnerada por cruentas abominaciones humanas y malditos depredadores sexuales, reitero hasta el hartazgo.
Claro que hay que trabajar en la reconstitución del tejido celular, el fortalecimiento del núcleo social, el robustecimiento de la familia en todas sus modalidades, el blindaje, atención y supervisión del cerco infantil que anide en la substancia familiar; toda la artillería de la tribu tiene que estar vigilante y recelosa hasta del mínimo indicio de sospecha que comprometa la integridad de un menor; la irresponsabilidad de los enajenados y flemáticos padres tiene que extinguirse y exigirles que se comporten como tales si resolvieron procrear enérgicamente y, etc.; todo lo anterior y mucho más, resulta imperativo; pero mientras la humanidad se reconstruye y concientiza (volviendo a nacer…), esos sádicos abusadores de infantes, necesitan convencerse de que existe un escarmiento real y tan feroz como sus inmundos actos.
Ahora bien, nuestras cárceles podridas de vándalos, mucho inocente y, con un grado de hacinamiento endiablado; no soportan un aberrado de esos más, a quienes forzosamente hay que habilitarles espacios exclusivos para que no vayan a liquidarlos. Porque el Estado debe velar por la vida, honra y bienes aún de aquellos quienes exterminan, deshonran y expolian. Así funciona entre otras, la (i) lógica y manifiesta hipocresía de un Estado social de derecho, que muchas veces viste con orgullo su traje de antisocial y “antijurídico”.
De tal manera pues que, más allá de exigir con vehemencia la pena capital para esos bastardos, las justificaciones existen y la necesidad apremiante salta a la vista. La sociedad tiene que depurarse, o terminar de podrirse en su intento. Hay que salirle a la vanguardia a este tipo de delitos tan asquerosos que a todos nos emascula el alma.
Y entonces, ¿por qué diablos se asevera repetida y porfiadamente que la cadena perpetua o la pena de muerte no van a resultar efectivas, si jamás la nación las ha aplicado? Estamos en mora de apelar a medidas radicales para resistir a tan sucia perversión, esa que pareciera estar volviéndose crónica en este enfermo país.
Los casos de pederastia cada vez se tornan más aborrecibles y aquí seguimos hablando de odiosas y estériles fatuidades legislativas y moralismos trasnochados y baratos.
Y la niñez entretanto, reitero con enjundia, “decapitada” y violada con saña por los pervertidos de los que está plagada la mórbida sociedad. En otras latitudes la pena capital en plaza pública para bazofias como pederastas y corruptos ha tenido tangibles éxitos en la reducción de ilícitos; ¿por qué no implementar aquí algo similar que no se aparte tanto de los precarios y trillados axiomas dentro de los que se encuadra nuestra Carta Magna? La situación no da espera.
A quienes (indiferentes) aún no les asquee ni exijan medidas categóricas en espeluznantes casos como el homicidio demencial de Yuliana Samboni, la atrocidad cometida a Sarita Salazar o el vejamen demoniaco del que fue víctima una bebé de 4 meses en el Meta; bien pueden empezar a santiguarse sobre su patética humanidad cómplice, mezquina y cobarde.
El debate ni se distrae ni se reduce (tal como lo afirmara el editorial de El Espectador del 24 de abril pasado), exigiendo el cadalso para los malditos pederastas; se aterriza y actualiza. Se sensibiliza y madura. Se arrecia y progresa.
Sí obvio, estoy de acuerdo con ese mismo editorial en que, hay dinámicas perversas al interior de las familias que a través del silencio cómplice cohonestan con la inmunda práctica del abuso infantil; núcleos enfermos que consienten la infamia, rancios y endiablados estereotipos y etc; pero, entre tanto, una contundente medida punitiva que bien podría no ser la pena de muerte necesariamente sino, por ejemplo, la mutilación de las manos para un malnacido pederasta, nos daría un respiro, una tregua como sociedad, para reevaluarnos, “purificarnos” y desintoxicarnos.