Cuarenta y ocho años han trascurrido desde que la primorosa reina de reinas, no pudo esquivar a la inmisericorde y cruel parca, esa misma que aún ronda horonda por cada callejón, avenida y plazoleta de esa reverberante urbe que se enseñorea al sur del departamento del Valle del Cauca, entre las cordilleras occidental y central de los Andes, atravesada por el que un día fue, un hermoso río navegable que hoy se resiste a morir, pese a los mortales embates de la minería ilegal y la inmerecida contaminación con que lo envenenan sus indolentes citadinos y en el que Jovita Becerra Feijóo solía bañarse sin atisbo de vergüenza.
Quizás si Jovita viviera y se paseara por Cali, sería presa de una incontenida zozobra salpicada de profunda nostalgia, esa Cali que sus ojos vieron por última vez ha cambiado mucho, el cemento se ha apoderado de ese verde tropical que predominaba de norte a sur, de oriente a occidente, aunque la cálida y refrescante brisa aún se abre paso por entre los edificios, centros comerciales y puentes, jugueteando como niño travieso con las faldas y el cabello de las damas que transitan por el paseo Bolívar; alegre la reina de reinas corrobora que las ceibas centenarias siguen allí como imbatibles custodios a los que ella saluda efusiva y abraza cariñosa como se hace con viejos y entrañables amigos.
En medio de autos y largos buses azules que vienen y van atosigando con su negra y asfixiante humarada, descubre Jovita que el centro de Cali es un caos de gentes presurosas, azoradas por el extenuante calor, tratando de andar en medio de las mil chucherías y alimentos que se venden en los andenes, la ensordecen aquellas bocinas de las que salen estridentes melodías, algunas le permiten evocar aquellas alegres ferias donde ella era la reina, ¡la única reina!…
Se conduele al extremo Jovita al ver a cada paso, ancianos mendigos, indígenas con infantes hambrientos y minusválidos tirados en los recodos externos de la basílica, a la espera de una misericordiosa limosna de los aún creyentes católicos que sagradamente asisten a misa.
La plaza de Caicedo no es la misma, piensa Jovita, aquí ella fue coronada como la reina de la simpatía mientras demostraba sus innatos dotes para el canto, una de sus grandes pasiones. Las palmeras denotan ya el paso inexorable de los años y no ondean danzarinas sus ramas como antaño, sin embargo, se siente contenta de estar aquí departiendo con estas gentes, la mayoría pensionados, al que el día los trae y la noche los lleva…quién sabe si alguno de ellos mañana no regrese a cumplir la cita diaria para charlar horas y horas sobre los viejos e inolvidables tiempos, pues quizás la incansable y persistente parca le sorprenda en brazos de Morfeo.
Se aterra Jovita que quienes un día la coronaron reina de la alegría, ahora se encapuchen, lancen piedras, ataquen con bombas caseras a la fuerza pública, y hagan a su paso de manera subrepticia, espantosos garabatos en los muros, bienes públicos y monumentos emblemáticos, además de convertirse en temidos vándalos que protestan quizás sin una razón fundamentada, causas fatuas que estos revoltosos atesoran con violencia.
Igualmente acongoja mucho a la reina que los hinchas del Deportivo Cali y del América se batan en duelos sin sentido, arraigados en un exacerbado e incoherente fanatismo, donde la parca es reina burlona que se lleva jóvenes y valiosas vidas.
Jovita quiso entrar, en aquel club, donde recuerda departió con la crema y nata de la ciudad, saludó presidentes, abrazó artistas y estrechó lazos amistosos con personajes de muy rancio abolengo, esos mismos con los que juiciosa aprendió a pulir ese aire aristocrático ensoñador que la dominaba esas noches en las que se celebraban las anheladas fiestas de salón, valiosa oportunidad que aprovechaba la reina, para lucir sus mejores galas y bailar hasta que el cansancio derrotara sus extremidades endebles y peludas, pero de muy envidiable vitalidad.
Aquel fulano apostado como estatua de hierro en la puerta principal del club, se quedó mirando burlón a la reina de reinas, parecía no tener la más mínima idea de quién era aquella escuálida mujer de rostro pintarrajeado, ojos verdes penetrantes, de prendas coloridas, collares al cuello y amplia sonrisa que pretendía ingresar, como Pedro por su casa, al exclusivo club social; concluyó ligeramente el insolente hombre de seguridad que era alguna loca fugada del manicomio, por tal razón sin pensarlo dos veces, con cara de ogro y voz intimidante, a empellones a la noble dama obligó a retirarse.
Agotada Jovita siguió caminando por las calles de una ciudad que ahora le era extraña, se topó en una esquina con aquellas peculiares damiselas voluptuosas y vestidas como para carnaval, aunque algo deshonestas a su juicio, pues dejaban poco a la imaginación de los hombres que en los lujosos carros se acercaban a conversarles y luego se las llevaban raudos, quién sabe a dónde.
Una de aquellas emperifolladas damas, al verla acercarse, se carcajeó en su cara y con voz de macho constipado le advirtió amenazante a Jovita, que esa zona era exclusiva solo para hembras arrechas y jóvenes, remató diciéndole con recalcitrante mordacidad, que no fuera tan descarada, que a ella ya no se la comía ni el mismísimo gorgojo y lo mejor era jubilarse para siempre.
Bajo una noche estrellada, los ojos aguados de Jovita contemplaban en lo alto del cerro, a Cristo Rey, siempre con sus incansables brazos extendidos pretendiendo guarecer la ciudad, las tres cruces también seguían allí como prueba fehaciente de fe.
Arrastrada por la brisa una hoja de periódico se enredó en los pies de Jovita, curiosa la agarró en sus manos y empezó a leer, no pudiendo evitar sobrecogerse al darse cuenta que los políticos de la región habían convertido al departamento en el fortín de sus propios y maquiavélicos intereses; pasmada quedó al saber que la corrupción reinaba como la ramera más consentida por los deshonestos ladrones de cuello blanco, todo ante la impávida mirada del pueblo caleño que vendía su voto por un billete.
De repente y para su sorpresa cerca a Santa Librada tropezó Jovita, la reina de reinas, con una imponente y coqueta dama, de pícara sonrisa, mirada profunda y vestir elegante, parecía toda una reina (como ella), esperando quizás en aquel parque a su príncipe consorte; muy extraño le pareció a Jovita que ninguno de aquellos jovenzuelos que fumaban encompinchados cigarros de olor fastidioso, a la dama engreída no cortejasen, todos pasaban cerca de ella como si no existiese, hablándole a luna y riendo como estúpidos en medio de aquella aturdidora humarada.
Aunque simpática le pareció a Jovita aquella solitaria dama en el parque, concluyó segura y con ego henchido, que esa fulana nunca sería igual a ella, porque solo ella era y seguiría siendo, hasta el confín de los tiempos, pese a las vicisitudes pasadas presentes y futuras, la reina de reinas más amada de su querido Santiago de Cali.
Que ameno y acertado relato, refleja una perspectiva tal vez cruda de la Cali actual, a traves de uno de los personajes mas apreciados y emblematicos de los vallecaucanos, como lo es Jovita.