Autor: Eduardo Gudynas
Creo que me tomó más de un año en entender lo que realmente me quería decir mi amiga Cata, cuando me explicaba que los jóvenes de La Guajira sentían que no había un futuro para ellos.
Comprendí que no aludía a los usos comunes de ese tipo de frase, tales como señalar las dificultades en poder conseguir un empleo, terminar los estudios o poder sostener una familia propia. Tampoco decía que aquellos jóvenes fueran desinteresados, vagos o ineptos. Nada de eso. Me estaba explicando sobre una condición más radical y mucho más dramática.
No existía el futuro porque muchos de ellos sienten que desfallecerán en algún empleo insalubre o peligroso, serán desempleados, o los asesinarán, sea en un robo, un ajuste de cuentas o baleados por paramilitares, y así sucesivamente. No hay un mañana porque creen que morirán o que nada podría cambiarse.
Esta es una condición dolorosa. Es una anulación del futuro. Soñar con el pasado mañana no solo deja de tener sentido, sino que ya no existe como posibilidad. Si llega ese mañana es un regalo al que se debe aprovechar cada hora, cada instante.
Aquellas consideraciones regresaron inmediatamente con la muerte de María del Pilar Hurtado Montaño, asesinada por paramilitares en el Caribe. Tenía 36 años, y con esa edad sería una “joven” con casi toda su vida por delante en cualquier otro país. Pero su futuro ya es un imposible. En ese mundo, llegar a la treintena, ¿es vivir un tiempo prestado?
El escándalo de ese asesinato es mayúsculo porque las imágenes en video de su hijo, llorando, gritando y golpeando junto al cadáver de su madre, hace imposible hacerse el distraído.
Esto revela otra condición dolorosa de la problemática en Colombia y otros países, ya que parecería que las personas se vuelven visibles, se tratan de entender sus dramas o conocer los apartados sitios donde viven, y hasta hay compasión por ellas, pero solo cuando mueren asesinadas. Es como una modernidad a la inversa.
Descartes decía aquello de “pienso, y por lo tanto existo”. Pero siglos después, es como si en América Latina se entrara en una etapa donde quienes están en las comunidades rurales no interesan, no existen, son apenas recursos como el suelo, el petróleo o los minerales.
Cobran identidad humana cuando mueren violentamente y hay una fotografía o video para compartir en la prensa o las redes sociales.
¿Es esto lo que debe esperarse en las tierras de los extractivismos? La pregunta es pertinente porque más o menos al mismo tiempo de aquel asesinato en Colombia, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, participó en un acto de las iglesias evangélicas lanzando un discurso que defendía la liberalización en el porte de armas. Al mismo tiempo, divertido y sonriente, con sus brazos simulaba estar empuñando un rifle o una ametralladora, apretando el gatillo imaginario para disparar. Era una celebración de la violencia1.
Entonces no puede sorprender que Brasil lidere el ranking de defensores del ambiente y de la tierra asesinados (57 muertes), seguido en América Latina por Colombia (24 muertes; tercera en el mundo)2.
Cuando se suman los asesinatos por otras razones las cifras son mucho más altas. La violencia también se repite en las comunidades rurales de Perú, Ecuador, Bolivia y Venezuela, y se arrastran dificultades endémicas en particular con grupos indígenas en Chile y Argentina.
Como puede verse, la violencia escala en países donde supuestamente domina el cristianismo. Es más, Bolsonaro jugaba a tener ese fusil en un acto evangélico bajo la consigna “Marchar por Jesús”.
Por otro lado, “Colombia está llena de delincuentes ultracatólicos y de gente que identifica la política como una secta religiosa” que define lo que es correcto o incorrecto, lo moralmente aceptable o reprobable, alertaba agudamente Margarita Rosa de Francisco3.
¿Está en marcha una redefinición de la religiosidad que se aleja de la celebración de la vida para coquetear con la muerte? ¿Allí abreva esa condición por la cual “mueres, y entonces existes”?
Estas son preguntas que tampoco pueden esquivarse y, en especial, porque las mayorías toleran la proliferación de extractivismos que dejan paisajes de muerte, tanto ecológicos como sociales.
Escandalizarse ante las muertes, como ocurre en estos días, está bien, y por cierto que serán señalados como insensibles los que no reaccionen. Pero esa respuesta ya no es suficiente. María del Pilar ya está muerta. Compartir el video en Twitter o Facebook con mensajes de dolor o solidaridad con la familia puede tener alguna utilidad, pero tampoco es suficiente.
El problema esencial es que los asesinatos de líderes comunitarios, campesinos o indígenas siguen sin despertar la necesaria reacción ciudadana, pocas veces estallan masivas manifestaciones, los ministros parecen inmunes y casi nunca implican una crisis política.
No es sencillo desarmar una condición cultural que convierte a la muerte en una tolerada cotidianidad. Cada día que se tarda en cambiar esas posturas se suman más muertes, y esa idea de existir en la muerte es un sinsentido. De la muerte no se regresa.
Notas
1. Líder evangélico critica silêncio após Bolsonaro imitar arma em ato cristão, L. Sakamoto, 22 junio 2019.
2. At what cost? Global Witness, 2017, descargar…
3. El moralista colombiano, M. R. de Francisco, El Tiempo, 19 junio 2019.
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Foto cortesía de: Vice