«Ve, perdóname, yo a vos no te critico ni te opino nada de tus Mandalas, tus matas, tus gatos o tus horas y horas de búsqueda en la red de citas de Coelho con arco iris, atardeceres y playas». Así, así le dijo esta persona a mi lado a alguien al otro lado del teléfono. No soy de escuchar conversaciones ajenas, pero sus gritos me impidieron no hacerlo, menos cuando cierra con un sonoro «no jodás». Es tarde, el bus va lleno, era imposible no notarlo.
Si, podría imaginarse que se trata de un hombre con una mujer, pues no, esta es una mujer, muy alterada, ofuscada. Su pelo cubrió su cara, resopló para quitárselo mientras guardaba su teléfono. «no puedo creer a esta huevona» dijo.
Fue ahí cuando me acordé de Paul Watzlawick cuando escribió: “Llevar una vida amargada lo puede cualquiera, pero amargarse la vida a propósito es un arte que se aprende.” y tiene mucha razón, no cualquiera sabe cómo amargarse de verdad, disfrutarlo y llevarlo a ese nivel de grandeza, a ese punto en donde acompaña con pandereta una canción de Radiohead.
La pelada de casa, la de las Mandalas y los gatos, seguramente ignorante de la realidad de su interlocutora hizo algún comentario propio de quien decidió enfocarse en la felicidad sin importar qué mientras que su, digamos, amiga, no logro entenderla e interpretó su mensaje como una sátira a su mal momento. Seamos honestos, cuando tenés un día de mierda lo último que querés, al menos yo, es un lastimero «pero tranquilo, mañana sale el sol» pues obvio que sale, pues, ni que estuviéramos en el polo norte.
Es bueno amargarse de vez en cuando, te permite ver la realidad con los ojos bien abiertos. Caminas por el borde del pesimismo, pero es un abismo bonito, por lo oscuro y sin eco. Sabes que tarde o temprano la historia te dará la razón y que, en el fondo, quienes cabalgan en unicornios no podrán alcanzarte cuando vuelas en la realidad.
Si, también es cierto, que todo tiene un límite y estar amargado a toda hora no le permitirá al mundo interactuar con vos porque, según ellos, tu energía no lo permite. Curioso, esta misma gente es la que reniega al punto de maldecir la vida cuando algo no sale como lo planeó. Mirá vos, no les podés decir nada porque inmediatamente, como un acto reflejo, te salen con el «yo sabía que sería así, mucha idiota»… proactividad señores, «piensa mal y acertarás»
Amargarse es un arte, sobretodo cuando podés hacerlo sin interferir en los demás, cuando en medio de tu amargura (nunca tristeza o depresión) podes con dos o tres palabras aterrizarlos a un mundo más real, más cerca a un escenario en donde puedan hacer su acto sin correr los riesgos de flotar entre nubes y soñar.
No soy un amarguetas ni un amargado, pero si me gusta estar abrazando la realidad como quien abraza la botella de Pedialyte en un viaje a la India. Me gusta saber lo que me pasa con la certeza de que el presente es mío, me pertenece y que mi felicidad no depende de un tercero y su estado de ánimo o momento de vida.
Voy por la vida sacando sonrisas, si, como un cómico ambulante pero sin comedia. La realidad tiende a serlo. No necesitas sobreactuarla, es cuestión de recibirla a como viene, a veces triste, a veces dulce y a veces amarga.
Estoy, gracias a Dios, los gatos y las mandalas, rodeado de muy buena gente, gente que ha entendido mi arte de amargarme, no de ser amargado, y que, aun en contra de sus creencias filosóficas, disfrutan de vez en cuando del humor negro, del pesimismo bien llevado y de esa dosis de realidad que todo soñador reclama.
Agradezco por eso y me excuso si alguna vez se me fue la mano con mis silencios prolongados, con mis ausencias, con mi, a lo Darth Vader, oscuridad pero de ahí vienen mis mejores anécdotas esas que he de compartir con las generaciones futuras. Soy como un limón, pero no del que cae en el ojo, no, sino del que viene para el tequila.
Un aforismo del psicólogo norteamericano Alan Watts dice que «la vida es un juego cuya primera regla es: esto no es un juego, es muy serio», escribió también Watzlawick y no para afrontarla con esa seriedad se requiere un buen ancla, mucha sensatez y, en mi caso, la amargura para equilibrar tanta dulzura.
Por cierto, al rato la señorita del bus, ya sentada en su silla, cuchicheó algo, sonrió y su enojo se convirtió en timidez. Pudo superarlo, pudo abandonar un rato amargo. Quise preguntarle cómo pero, la verdad, me dio pereza.
Publicada el: 23 Jul de 2016