Por estos días, en diversos medios periodísticos, se ha venido recordando el auténtico holocausto que vivió el país y, particularmente, la ciudad de Medellín en la década de los años ochentas. Especialmente en 1987, hace treinta años.
Ahora se habla con toda certidumbre y tranquilidad del tema pues se encontró un culpable muy cómodo. Ya nadie tiene, ni tuvo, la culpa de nada. Apareció milagrosamente un comodín conveniente, un cabrito emisario, que asume la responsabilidad por todos: el paramilitarismo.
Es que Carlos Castaño… es que los nacientes grupos de autodefensa… es que fueron las fuerzas oscuras…Es que ellos…
¡Mentira!. No fue Carlos Castaño, ni los grupos de autodefensa, ni las fuerzas oscuras. Fue LA DERECHA.
Así, con todas sus letras: LA DERECHA. La misma que había arrasado el país en la época de La Violencia, con mayúsculas.
La misma que se aferra de manera obsesiva a la propiedad de la tierra y se oponía, se opuso y se opone, a la reforma agraria, y a cualquier democratización de la propiedad.
La misma que persiguió al sacerdote Camilo Torres y lo convirtió, por arte de acorralamiento, en “El Comandante Camilo Torres”.
La misma que, al decir de Otto Morales Benítez, estaba agazapada dentro y fuera del gobierno de Betancur, para sabotear los acuerdos de paz y que, finalmente, logró hacerlos trizas.
¿Qué delito cometió un hombre puro como Héctor Abad Gómez? ¿En qué falta digna de la pena máxima incurrió un médico solidario y sencillo como Leonardo Betancur? ¿Qué infame comportamiento observó un profesor humilde como Luis Felipe Vélez? ¿Qué terrible violación de las normas acometió un impasible salubrista como Pedro Luís Valencia? Una sola: tener un pensamiento demócrata liberal.
No digamos siquiera de izquierda, si por izquierda se entiende la preconización de la eliminación de la propiedad privada y la estatización de los bienes públicos. Ellos nunca llegaron tan lejos.
Solo eran partidarios de muchas de las ideas que hoy día hacen parte de nuestro patrimonio político constitucional, sin que ello implique el desquiciamiento de nuestra sociedad capitalista.
El ideario que los animaba era compatible con la defensa de los derechos de las minorías, pero también con la protección de los menos favorecidos por la fortuna, obreros, campesinos, trabajadores de clase media.
Con el reclamo de la conservación de la capacidad adquisitiva de su salario; del incremento del pago por labor en horas nocturnas desde las 6 de la tarde; del acceso a sus prestaciones sociales, a la salud y a la educación. Con la ampliación para todos de los espacios de participación y de las libertades públicas. Con la creación de programas estatales de asistencia social a los niños y a los ancianos.
Pero sobre todo, su ideario era compatible con la garantía del derecho a disentir, a pensar por sí mismos, sin cortapisas y sin limitaciones impuestas desde el púlpito o desde la Brigada militar. Con la posibilidad de creer en lo que se quisiese o de no creer. De opinar en uno o en otro sentido, o de no opinar.
Y ese fue su pecado. Sí, su pecado, porque analizados desde la estrecha mentalidad de La Derecha, ellos no cometieron delitos (que el delito es sancionable con la prisión temporal), sino pecados mortales que acarrean sanciones “ejemplarizantes” y mucho más drásticas como la muerte eterna, la condena inapelable a las tinieblas exteriores.
Sin embargo, lo más grave es que el pensamiento que los mató a todos ellos y a muchos más, se encuentra vivo y suelto entre nosotros. Anida en cada corazón que suspira por la pena de muerte o los castigos a cadena perpetua. Está ahí en los discursos del fundamentalismo religioso de todos los pelambres, romanos o disidentes; en la obcecada afición por las misas preconciliares en latín, en la intolerante adhesión a un esquema único de familia nuclear tradicional. En la negativa a permitir que las mujeres sean finalmente dueñas de su cuerpo; y en la exclusión y discriminación por razones de raza, sexo o condición social o sexual.
Se encuentra latente en los energúmenos que se oponen a la restitución de las tierras a las víctimas del despojo mediante una Ley de reforma agraria.
Por eso no se trata simplemente de recordar nuestros muertos, sino de no olvidarlos, ni olvidar por qué luchaban y por qué bandera murieron.
El pensamiento que mató a los defensores del ideal libertario se apresta a elegir Presidente de la República en los próximos comicios para hacer “trizas” los sueños de paz y reconciliación, los mismos sueños por los que Héctor Abad y sus compañeros dieron la vida hace veinticinco años.
Usted, lector, ¿qué opina?
la mayoria sabemos que solo unas pocas familias son las que han goberobado a Colombia, pero seguimos como si nada , comiendo cuento ( bueno hace muchos años deje de creer en todos esos politicos corruptos) , ojala todo el mundo recapacitara y dejara de estar apoyando a esas lacras, que siempre han sabido manejar a su antojo con informacion amañada atra vez de sus medios de comunicacion, si se pudiera cambiar la contitucion de Colombia seria la muerte politica para esos, y que le quitaran la investidura a los presidentes,para q asi los puedan juzgar y condenar por sus delitos, y muchas otras cosas q tocaria cambiar.
Desafortunadamente aún hay mucha ignorancia sobre lo fundamental. La gente sigue creyendo que el que gobierna es un presidente elegido por el 27% de las personas que pueden votar. Mentira. El verdadero poder está en el congreso. Todo pasa por el legislativo, pero el legislativo está comprado por los grupos económicos que hacen los aportes millonarios a las campañas electorales. Entonces el poder político está por ende permeado del poder económico. Lo importante no es saberlo, sino que tantas personas que no votan y los que votamos, lo hagamos a conciencia por un buen congreso. Ese es el camino al cambio.!.