Columnista:
Miguel Prieto
A pesar del estruendoso fracaso de la política exterior de Colombia por su intromisión en las elecciones presidenciales de Estados Unidos (2020) a favor de Donald Trump, todo parece indicar que el Gobierno de Joe Biden seguirá apoyando a Colombia en materia antinarcóticos, militar y policial.
El Gobierno Duque y el Centro Democrático empeñaron la política exterior de Colombia con el errático «cerco diplomático» contra Venezuela (injerencia, en todo caso), y el apoyo a la elección del candidato trumpiano Mauricio Claver-Carone como jefe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), para congraciarse con el entonces presidente de EE. UU., Donald Trump.
Todos los pronósticos anunciados a finales del año pasado por la prensa colombiana, sobre el supuesto distanciamiento que se daría entre Bogotá y Washington por la intromisión del Centro Democrático en las elecciones de EE. UU., sencillamente fracasaron. En síntesis, la relación entre ambos países goza de buena salud, a pesar del aparente distanciamiento de la administración Biden con el gobierno Duque.
Es que ni la brutal represión ejecutada por la fuerza pública en un mes de paro nacional, denunciada por organizaciones internacionales como Human Rights Whatch (HRW), Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Organización de las Naciones Unidas (ONU), Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (Wola), entre otros organismos, pareciera afectar la visión de Washington sobre Colombia: apenas ha expresado tibias y evasivas condenas por la violación fragante de derechos humanos.
Los intereses en juego
Adam Isacson, director para Veeduría de Defensa de WOLA, señaló el pasado 24 de mayo que el Gobierno de Biden «quiere actuar con cautela por un motivo principalmente geopolítico: no quiere enfrentarse con uno de sus pocos aliados firmes, que además comparte fronteras con Venezuela, mientras que la influencia china y rusa parece ir en aumento».
Una razón de peso, sobre todo si se toma en cuenta que el Plan Colombia se concibió no solo como una política contra el narcotráfico (fracasada hasta hoy), sino como una estrategia militar anti insurgente —de ahí la modernización de las Fuerzas Armadas durante el Gobierno de Andrés Pastrana—.
Pero también como política de cerco y control militar sobre Venezuela. Recordemos la columna Empezando por Colombia, escrita por el entonces senador republicano Paul Codervell, y publicada el 10 de abril de 2000 por The Washington Post.
Codervell suplicaba al Congreso de Estados Unidos para que los congresistas aprobasen recursos para Colombia por una razón geopolítica: «La desestabilización de Colombia afecta directamente a la frontera con Venezuela, ahora generalmente considerada como nuestro mayor proveedor de petróleo», escribió.
Pero las cifras actuales no mienten, o más bien los hechos. Entre enero y noviembre de 2020 las exportaciones de Colombia hacia Estados Unidos alcanzaron los 8.032 millones de dólares (28,7 % del total de exportaciones); Estados Unidos, hasta el tercer trimestre de 2020, invirtió en el país 1.359,9 millones de dólares; además existen casi 500 empresas estadounidenses en Colombia que aportan más de 100 mil empleos formales, según reportes del medio Portafolio.
Las estimaciones de Adam Isacson sobre la cooperación de Estados Unidos con la Policía Nacional señalan que ascenderá a USD 160 000 000 este año, de un paquete global de asistencia de 520 millones de dólares.
¡Sorpresa! Isacson no parte de supuestos, como los análisis que anunciaban la ruptura o estancamiento de las relaciones entre EE. UU. y Colombia. A finales de mayo el Gobierno de Joe Biden presentó al Congreso estadounidense un proyecto de presupuesto en el cual solicita la aprobación de 6 billones de dólares, de los cuales 453.8 millones de dólares serán destinados a Colombia.
Esta propuesta de ayuda económica para Colombia se conoció al término de una reunión celebrada el pasado viernes 28 de mayo entre la vicepresidenta y canciller Marta Lucía Ramírez y el secretario de Estado, Antony Blinken. «La sociedad entre Estados Unidos y Colombia es absolutamente vital», expresó el secretario de Estado. ¿Más claro?
La política antidrogas y Joe Biden
Otro dato importante que confirma la posición evasiva de Estados Unidos con respecto a la violación de derechos humanos en manos de la fuerza pública durante el mes de paro nacional, tiene que ver con la política antidrogas de Estados Unidos frente a Colombia. Con Biden no cambiará.
En primer lugar, Estados Unidos no ha condenado al Gobierno de Duque por la pretensión de reanudar la política de aspersión aérea sobre cultivos ilícitos con glifosato, como lo exigieron en marzo pasado más de 100 onegés, ambientalistas, académicos y universidades de ambos países.
Ni siquiera el hecho de que la administración Obama-Biden haya trabajado en función de los acuerdos de paz anima al actual presidente estadounidense a decir un «no rotundo» a la fumigación con glifosato.
Al contrario, a principios de marzo el Departamento de Estado entregó al gobierno de Duque la certificación que evalúa el desempeño de Colombia frente a la lucha contra las drogas. Esta certificación era necesaria para que EE. UU. entregue 20 % de los recursos que otorga anualmente a Colombia para cooperar en la lucha contra las drogas.
¿Contradicción o pragmatismo en la política estadounidense? Digamos que pragmatismo por parte de Estados Unidos. Pero convicción por parte de Biden. El hoy presidente de EE. UU. acumula casi 40 años de experiencia en la elaboración de políticas antidrogas para su país.
Después de Bill Clinton, el actual presidente de Estados Unidos fue el segundo defensor y promotor del Plan Colombia contra el narcotráfico, como lo refleja su ferviente posición ante el Congreso gringo el 21 de junio de 2000, cuando conminó a sus entonces colegas a aprobar el presupuesto destinado para Colombia.
«Les habló con la autoridad de haber recorrido los países andinos y haber completado «catorce años –desde 1984— haciendo un informe anual sobre drogas o un informe alternativo sobre drogas que establece una estrategia de drogas para los Estados Unidos»», escribió para El Espectador Nelson Fredy Padilla el pasado 30 de enero, quien cita minuciosamente el informe de 51 páginas presentado por Biden ante el Congreso en junio de 2000.
Otro trabajo de Padilla, titulado Las vidas cruzadas de Joe Biden y Max Mermelstein es clave para entender quién es Biden, prever cómo será su política antidrogas y aterrizar por qué hoy el gobierno gringo no condena rotundamente a Iván Duque por la violación de derechos humanos ejecutada por la fuerza pública en las manifestaciones del paro nacional de abril y mayo.
Más allá de las exigencias de Estados Unidos para que Colombia garantice la implementación del Acuerdo de Paz, se certifique en la adopción de medidas para prevenir el asesinato de líderes sociales, defensores de derechos humanos y líderes afrocolombianos e indígenas, y de esta manera acceda a los recursos de Washington, lo que tiende a reafirmarse es la vieja consigna de Franklin Delano Roosevelt cuando se refirió al dictador nicaragüense Tacho Somoza: «Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».
¿Se convertirá Iván Duque en el próximo «hijo de puta» de Joe Biden? ¿EE. UU. dejará de entregar recursos a Colombia, a la Policía específicamente, por la violación de derechos humanos perpetrada durante las manifestaciones del paro nacional? Es más probable lo primero que lo segundo.