Llevo unos cuantos días viviendo con un grillo después de haber vivido sola durante dos años, sin novio, amigos, familia, ni siquiera las visitas conyugales esporádicas que les conceden a los presos.
En este instante, en esta época, en este siglo, nos quedamos cada vez más solos. Vivimos en apartamentos chicos y utilizamos teléfonos móviles que traen infinidad de aplicaciones buscando suplir la soledad con compañía virtual. Nosotros, por nuestro lado, aparte de maniquíes y repetitivos, buscamos llenar esos vacíos con un perro, un gato, un loro o una planta. A mí, sin embargo, me gusta estar sola.
Años atrás, cuando vivía con mi familia, veía que mi mamá no almorzaba con nosotros, esperaba a que todos acabáramos y se sentaba sola en el comedor; ella, su comida y el periódico. Cuando alguna vez le comenté que me parecía muy triste comer solo me respondió que era el mejor momento de su día: ella consigo misma, con su soledad.
Estos dos años que he comido sola entiendo a qué se refería. Ahora veo que cuando se sentaba a comer con el periódico tenía un compañero erudito que le hablaba con propiedad de cincuenta temas diferentes. Además de estimular su cerebro con información actualizada, la ponía a reflexionar, le daba alas a su imaginación.
Generalmente asociamos la soledad con la tristeza, con la incertidumbre, con el desamparo. Pero contrario a lo que muchos podrían pensar, en algunas ocasiones, la soledad puede convertirse en la mejor de las compañías.
Sin embargo, también existe la otra cara. Cuando llegó Pepe, —le puse Pepe al grillo como para asegurarle que conocía referentes — me di cuenta de que, aunque estuviera cómoda en soledad, necesitaba escuchar algo más que mis propios pensamientos. Me acostumbré a ese chirrido repetitivo y monódico que llenaba mis noches. Pero ojo, no basta que exista el otro para romper la soledad, debe haber interacción, o un mueble sería suficiente para hablar de compañía. Tal vez debí entrometerme en la vida del grillo como músico que soy, enseñarle a frasear, a cambiar de tono, a modular armonías. Quiero pensar que sus gritos se volvieron silbidos porque creí oír que me acompañaba apropiadamente en algunas oportunidades en mi práctica de flauta. O tal vez omití mentalmente la monotonía de su canto e imaginé un compañero eficiente y suficiente.
El filósofo moderno se hace cruces y rasga sus vestiduras por el aislamiento que han propiciado las TICs a las generaciones de renovación poblacional. Ellos ven que los púberes y los adolescentes —en este caso la adolescencia va a hasta los cincuenta años— todo el tiempo están chateando o navegando con teléfonos y tabletas. Es clásica ya la caricatura del par de noviecitos sentados en la misma mesa del café: no se hablan, no se miran, sino que se envían mutuamente textos por el móvil. No están solos, por supuesto y esto es lo paradójico del caso; el tan cacareado aislamiento impuesto por las nuevas tecnologías ha repercutido en una intervención más activa del individuo a través de las redes sociales en los asuntos que atañen a las masas, al mundo.
Compañías virtuales aparte, bastan dos dedos de frente para ingeniarse entes cercanos —como Pepe— que ayudan a sobrellevar la soledad si se pone pesada.
Por estos días han estado robando en los apartamentos del barrio donde vivo. He dispuesto una botella y tres copas por si vienen en pareja a visitarme. Pueden llevarse lo que quieran pero a cambio deben darme una noche de compañía. Más no exijo.