Nada más típicamente colombiano que el discurso del premio Nobel de Paz pronunciado por Juan Manuel Santos. Emocional, caótico, rico en frases de una retórica gelatinosa y preso de una especial característica: no quedar mal con nadie.
Por más británico que quiera mostrarse ante la comunidad internacional, Santos agradece el galardón en Noruega como lo hubiera hecho el presidente de una junta de acción comunal cualquiera, el de una asociación de vecinos dentro de una urbanización bogotana o el papá exultante de una quinceañera antioqueña.
Al igual que García Márquez con su liqui – liqui blanco, algún rasgo colombiano tenía que hacerse presente en la sobria (y por sí gélida) ceremonia. Santos no se conformó con minucias: sacó su arsenal completo de colombianidad.
Fue, por una parte, con unas víctimas representativas de nuestro conflicto, Héctor Abad Faciolince incluido porque la lagartería no falta ni entre los damnificados. Por otra parte, invitó a gente como César Gaviria o Ernesto Samper, a quienes en el pasado les quedó grande conversar con las FARC. Citó a Tennyson, al propio García Márquez (a quien le chupó rueda leyendo apartes de ‘Cien años de soledad’ y del discurso del Nobel de Literatura) y hasta a Bob Dylan, “mi colega” lo llamó, en alarde confianzudo, como se le habla a un concejal inaugurando polideportivos o bazares. Llegó a extremos, por ejemplo, invocar al desaparecido general Álvaro Valencia Tovar de quien dijo que fue un “humanista” (¿qué significará la palabra “humanista” para Santos? (Tal vez ni él mismo lo sepa).
Habló de todo, o de casi todo. Por supuesto, del final de la guerra con las FARC, de los esfuerzos sin ninguna duda motivados por la posibilidad de ganar el Nobel, y tal vez de pasar a la historia, que ha realizado desde su primera elección en 2010, de Dios (y de que existe un Juan Manuel Santos creyente), de la parálisis en que vive este país por culpa de las causas y de las consecuencias de la confrontación. De las víctimas (a decir verdad la única temática importante).
No faltaron lugares comunes, aunque toca repetirlos pues se olvidan con facilidad: Colombia como país profuso en biodiversidad y “el camino hacia la paz hasta ahora inicia y el honor del Nobel es su principal acicate…” Desde luego, elevó su gratitud al Comité Nobel y a los países que han ayudado en el proceso, a veces con más interés e información al respecto que muchos colombianos. Y como guinda del pastel le regaló publicidad gratuita al demérito de la fracasada lucha contra las drogas. Sólo le faltó destapar la garrafa de aguardiente y sacar los bafles a la calle.
En medio de tanto color local debido a las palabras usadas por Santos, además de su veintejuliero tono de voz, y el folclor colombiano dentro de la ceremonia (no se hablará aquí de otras linduras que ya rozan lo corroncho en estado absoluto, como el símbolo hippie de la paz estampado sobre la espalda de la Primera Dama), este singular acto marca un derrotero para lo que será la paz que ya está naciendo entre nosotros, plena de dificultades pero nuestra, hecha a nuestra medida. Puede compararse esta larga senda (que inicia con el discurso de Santos y con la implementación de los reformados acuerdos de La Habana) con lo dicho por Humberto de La Calle antes del horrendo plebiscito del pasado dos de octubre: “Este es el mejor acuerdo posible”.
Esta es la mejor paz que hemos podido acordar. Con un presidente discutido e impopular, una subversión dispuesta a negociar pero también muy exigente, la oposición enferma o demente del uribismo y una insólita indiferencia, desinformada y maleducada, por parte de muchísimos colombianos.
Una paz, en fin, que inicia con nuestras demostraciones más tajantes de lo colombiano: el peligroso coctel entre frivolidad, agresividad y picardía. Será muy difícil olvidar estos días de 2016 por asuntos como ese discurso espontáneo que ha compendiado estas características.
Con todos los líos y las dificultades, entre chiste y chanza, entre balas, tercos contradictores, estamos tratando de encarar nuestro destino para dejar de matarnos entre nosotros.
Alguna cosa buena debíamos tener como país.
De todas maneras hay que seguir bregando por la paz.
Porque, como dijo el maestro Eliseo Herrera (a quien Santos debió haber citado en su salpicón), va a llover y el camino es culebrero.