Columnista:
Andrés Felipe Suárez López
El espectáculo, objetivo prioritario del establecimiento colombiano, ha convertido principios éticos como la reconciliación (espíritu de la Constitución de 1991) en un discurso operacional, de sinopsis de película de terror de los años cincuenta. Esto quiere decir que la llamada «reconciliación» y otros principios del desprestigiado proceso de paz con las FARC son más que nada la realización de un modus operandi; ya conocido, y cuya representación es «Prevención y Acción», el eufemismo convertido ahora en programa de televisión. En este set ideado por Hassan Nassar, (consejero presidencial para las comunicaciones) se demuestra el uso excesivo de un lenguaje subliminal, calculado.
El discurso intenta procurar que cientos de colombianos obtengan tranquilidad a cambio de que la economía nacional esté sujeta a las necesidades de las empresas transnacionales, una economía para la explotación de los recursos naturales como en el caso del Páramo de Santurbán; asimismo, el asesinato de lideresas y líderes sociales asociado con las masacres perpetradas durante este año es intercambiado por el confort de saber que en un par de meses se va poder recuperar esa normalidad de tener más lideres asesinados que días del año.
Entonces, la continuación de este proyecto político-discursivo reproduce una desublimación represiva, como lo llamaría Marcuse, ya que la manera en la que el Gobierno intenta controlar la vida de los colombianos a través de distintos mecanismos institucionales implica una elección inicial entre las alternativas de cambio, las cuales están determinadas por el nivel heredado de la cultura material e intelectual de doscientos diez años de política de muerte, el resultado es la aparición del conocido lenguaje orwelliano «paz es guerra» y «guerra es paz», donde abiertamente se presentan reformas tendientes a la reconciliación, pero, mientras tanto, se sofoca la dignidad de las víctimas, quienes durante y después de la firma del acuerdo final para la terminación del conflicto han pronunciado el significado de verdad, justicia y reparación.
Por todo esto, es nuestra responsabilidad exigir que la izquierda colombiana establezca algunas orientaciones fundamentales de cara a las elecciones presidenciales del 2022. En esta contienda política, se debe demarcar la barrera entre el miedo psicológico y lo que podríamos denominar «Horizonte de Justicia»; se sabe que la explotación y exclusión de los campesinos, pueblos indígenas, afrodescendientes, estudiantes, mujeres, niñas y niños víctimas del conflicto, población LGBTIQ, adultos mayores, y personas en situación de discapacidad son el derrotero, el faro a través del cual se puede canalizar un ruptura discursiva en el discurso hegemónico.
El objetivo es pensar políticas del cuidado y defensa de todo aquel que esté amenazado por esta política de muerte. Se trata de que estas vivencias sean las que hablen, sin sentirse ultrajadas o amenazadas. La importancia que va tener la coyuntura política muestra que el ideal de justicia no va venir de la nada ni mucho menos de ilusiones anteriores, ya está encarnado, antes que nada, en colombianos cuyo único deseo es el derecho a una vida digna.
Se plantea así la promoción del viejo lema de Alfred North Whitehead: «La función de la razón es promover el arte de la vida». De esto se derivan dos cosas. Primero: una política en donde el trabajo sea el generador de riqueza y libertad, que la justicia climática y la democracia institucional vayan de la mano, y por supuesto, que dicho proceso democrático sea garantía de la voz del pueblo. Segundo: que consignas como «¡el pueblo no se rinde carajo!» sean el alimento de las próximas movilizaciones en defensa de la vida.
Ni un minuto de silencio.
Interesante propuesta pero poco pragmática.