Columnista:
Óscar Espitia
Estamos en un momento definitivo de la historia de Colombia. El estallido social del que hemos sido testigos a raíz del paro nacional ha desatado unas fuerzas potentes, pero antagónicas, cuyo eje de gravitación es la democracia.
Y es que, a pesar de las importantes e innegables victorias conseguidas por el movimiento social en los últimos dos meses, la prolongación del paro se explica —básicamente— por la exclusión política de la que somos víctimas la gran mayoría de colombianos y de la que no se encuentra solución a la vista.
Es la democracia representativa lo que está en crisis. La magnitud de la exclusión socioeconómica —que se manifiesta en la escandalosa desigualdad, los elevados niveles de pobreza y en la falta de oportunidades reales— es una consecuencia directa de la precariedad de los mecanismos existentes en la institucionalidad para promover una participación efectiva de cualquier colombiano en la construcción de soluciones a los problemas nacionales.
Las personas que hemos salido a la calle a manifestarnos, y los que todavía permanecen allí, no sentimos que el presidente, el Congreso y demás instituciones estatales velen por nuestros intereses. Muchos no se sienten representados por ningún partido político ni por los políticos tradicionales; así se llamen independientes o de oposición. Tampoco por sindicatos ni por organizaciones sociales, ni siquiera por el Comité de Paro.
La protesta, más que un derecho, se ha convertido en la única manera efectiva que hemos encontrado para reclamar los derechos fundamentales a la paz y a la vida digna.
Los políticos y congresistas afines al Gobierno entienden esto. Lo entiende el fiscal, la procuradora, el defensor del pueblo… El presidente lo entiende perfectamente. Su problema no es de desconexión. Su problema, como se dice coloquialmente, es de mala fe.
Porque saben que si hacen algo para corregir la exclusión política, tambalea todo el sistema de privilegios que han montado alrededor de ellos y de sus compinches de las élites económicas y sociales.
Por eso, ante cualquier asomo de inconformidad ciudadana, envían a la fuerza pública a que reprima ferozmente —con armas sofisticadísimas y carísimas— ensañándose especialmente con jóvenes y mujeres. Por eso dilatan y sabotean mesas de negociación, como hicieron con el Comité de Paro. Por eso se hacen los que no ven ni escuchan ni entienden a la ciudadanía inconforme.
En este escenario de estallido social, el uribismo como proyecto político autoritario le apuesta a reforzar la exclusión política de las mayorías nacionales, convirtiendo la democracia en una completa simulación. Es decir, mantener abiertos los espacios de elecciones, con la complicidad de los organismos electorales y de control para favorecer —a toda costa— las aspiraciones de sus candidatos, y el sostén de la fuerza pública y del neoparamilitarismo para reprimir a sangre y fuego el movimiento social en campos y ciudades.
Por eso pienso que no se debe aplazar la batalla definitiva para la contienda electoral de 2022. Consignas de redes sociales como «nos vemos en las urnas» y «¿ya inscribieron la cédula» son importantes de cara a incentivar la participación electoral en un país con una abstención históricamente elevada. No obstante, experiencias como la de Venezuela y recientemente Nicaragua nos deben servir para tomar precauciones respecto a los excesos y desvaríos de los gobiernos autoritarios de cara a procesos electorales. También la de El Salvador, sobre la manipulación a conveniencia de las reglas institucionales.
El momento definitivo es ahora. Si la apuesta del uribismo y las élites económicas, políticas y sociales que lo secundan es convertir la democracia en una simulación, la de la ciudadanía debe ser revitalizar la democracia.
En ese sentido, las primeras líneas nos han dado una lección valiosa. Más allá de las barricadas y la resistencia frente a la represión de la fuerza pública; sus miembros convirtieron el espacio público en epicentros de deliberación y construcción colectiva de programas de cambio social. Lo que el Gobierno denomina islas de anarquía son, en realidad, un oasis democrático.
Cabildos abiertos, asambleas comunales… no importa el nombre. Deberíamos pasar de las marchas y concentraciones a la deliberación pública y la construcción de alternativas a los problemas nacionales, desde los más cotidianos hasta los más complejos. Espacios liderados por ciudadanos, donde puedan confluir las primeras líneas, los simpatizantes del paro y también los que no.
De lo contrario, la barbarie del autoritarismo seguirá instalada.