La relación entre religión y política en Colombia no es asunto nuevo, de hecho, se inscribe de forma incontestable en la cultura política del país. Ya en columnas pasadas habíamos explorado el ascenso y la permanencia de los liderazgos carismáticos en una sociedad en la que se acude a la seducción de los oídos y las pasiones para actuar políticamente.
Con ocasión del Plebiscito, se dio un fenómeno según el cual, hubo una abundante votación en razón de designios morales y normativos que proscriben y promueven ciertos tipos de sociedad, ante el dilema de la paz y la guerra, con todo lo que representa, algunos sectores del No recurrieron a la estrategia de enfatizar en la “Ideología de género”, con base en unas cartillas sobre educación sexual presentadas por iniciativa del Ministerio de Educación y que fueron mostradas a la opinión como pornografía al ser suplantadas por una revista de origen europeo.
Siguiendo a quienes orquestaron esa campaña, en los acuerdos de La Habana se ponía en tela de juicio el modelo de familia que había sido dictado desde el principio de los tiempos por Dios, es decir, la que está conformada por un padre una madre y sus hijos. También hicieron eco de la animadversión que generan las diversidades sexuales alternativas entre la mayoría de los colombianos, indicando que estos se verían favorecidos a partir de lo que pérfidamente llamaron “enfoque de género”.
Así, el año pasado vimos de forma diáfana el potencial electoral que tienen las opciones más conservadoras, generalmente de carácter confesional y que se manifestó de forma crucial en la elección del 2 de octubre.
Este año, la relación entre Iglesia y Estado o mejor, entre fe y política, ha vuelto a salir a flote debido al uso de una sede de la Misión Carismática Internacional por el Centro Democrático para su congreso partidista, es bien sabido que la familia Castellanos, principales gerentes/pastores de esta congregación/empresa tienen de antaño una marcada relación con Álvaro Uribe y con la corriente política que él representa. De hecho, algunos de sus líderes más prominentes han querido incursionar en política a través de plataformas uribistas.
También ha dado de qué hablar la negativa del Partido Liberal ante la posibilidad de Viviane Morales para presentar su aspiración presidencial debido a su disenso frente al cumplimiento de los acuerdos de paz y el respaldo a los fallos de la Corte Constitucional respecto a las minorías sexuales y sus posibilidades de establecer familia. Ante estas condiciones, la ex fiscal decidió no firmar la declaración que la habilitaría y por ende, resignó su posibilidad de arribar al cargo político más importante del país. Recordemos que la misma Morales ya había propuesto un referendo para impedir la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo, idea que se hundió en el Congreso, pero que seguramente habría sido apoyada en las urnas.
En este sentido, también se ha movido Alejandro Ordóñez, ex procurador de la República y por ahora candidato presidencial independiente, que en el momento del lanzamiento de su campaña decidió acudir a la ayuda de David Name Orozco como fórmula vicepresidencial. Name Orozco no sólo es miembro del poderoso clan Name, que domina la política en la costa atlántica, sino que además funge como pastor de la Mesa de Unidad Nacional Cristiana, importante entidad religiosa en Barranquilla.
Es esta la alianza en donde se vislumbran de forma más clara las afinidades entre las posiciones católicas ultramontanas, abanderadas por figuras públicas como José Galat, rector de la Universidad Gran Colombia pero también por Ordóñez, y el pentecostalismo, que ha venido ganando caudal electoral de forma constante, es decir, las posiciones ortodoxas del catolicismo y las de aquellas iglesias que de él se han separado convergen en los mismos designios morales de carácter conservador.
Si vamos a la idea desde la cual se lanza la campaña de Ordóñez, la misión de su llegada a la Presidencia es la restauración moral de la patria, siguiendo los designios cristianos, para así lograr su salvación, y es en la afinidad de los planteamientos ultramontanos con los pentecostales en que se basa esta propuesta.
De esta manera, Ordóñez pretende capitalizar la gran capacidad de convocatoria que podría llegar a tener un pastor como Name entre los llamados cristianos, que conjugado con el poder y la maquinaria política que se derivan de su familia, podrían significarle un apoyo crucial pensando en sus opciones presidenciales.
Este tipo de alternativas atentan contra las libertades de un gran número de ciudadanos, mientras se promueven la intolerancia y la rigidez en los valores. De hecho, el país presencia un regreso a cierto fundamentalismo religioso de corte católico-cristiano que podría frenar los avances en materia de derechos y ahondar en el establecimiento de un sistema de ciudadanías de primera, segunda y hasta tercera clase en razón de creencias religiosas, moralidad, identidad sexual y costumbres.
Anhelan las iglesias pentecostales recibir los mismos privilegios con los que contara la Iglesia Católica de forma hegemónica y monopólica hasta 1991, añoran los políticos confesionales el regreso a una sociedad en donde sea la religión el elemento regulador de las relaciones interpersonales, prevaleciente en lo simbólico y en donde haya sanciones para quienes se desvían de lo que ellos consideren el camino recto, siguiendo a Ordóñez y Name Orozco, es necesario salvar al país de la decadencia en la que está sumido en razón al alejamiento de los dogmas religiosos.
También deseaban refundar la patria los firmantes del Pacto de Ralito en 2001, en donde políticos aliados con el paramilitarismo acordaron un plan para tomarse el Estado colombiano, estrategia que probaría ser exitosa y desembocaría en el escándalo de la parapolítica, en la que resultaron involucrados gran número de senadores de ese entonces, y que salpicó a las élites políticas costeñas.
Los casos de parapolítica minaron la legitimidad del Congreso de la República y apuntaron a la podredumbre que emanaba de los círculos cercanos al gobierno Uribe, cuyas relaciones con los “paras” comenzaron a hacerse cada vez más evidentes ante la opinión pública.
Y es que el modelo de autoridad impulsado por los pentecostales y los católicos intransigentes, es demasiado compatible –por no decir el mismo- con el autoritarismo del que han hecho gala líderes como Álvaro Uribe, Germán Vargas Lleras o Fernando Londoño, en asociaciones políticas verticales, con mínimo o nulo lugar para el disenso o la duda, incentivando la promoción del cacicazgo, el clientelismo y la figura de un padre bondadoso y protector, pero a la vez violento e intransigente, similar al de algunos pastores actuales y sacerdotes de antaño.
En el pentecostalismo y el catolicismo ultramontano prevalecen las versiones del tipo de autoridad que muchos colombianos queremos dejar atrás, la misma que es encarnada por los proyectos políticos que mayores posibilidades tienen de alcanzar el poder en 2018 y que de seguro acudirán al fundamentalismo religioso, con su moralismo intolerante y excluyente, para posicionar su discurso político a través de las pasiones, los odios y los dogmas.
Por lo anterior, cobra sentido la cercanía que tienen esos liderazgos con las suciedades provenientes de la relación entre política y paramilitarismo, pues ambos proyectos son el mismo, y sus líderes abanderan las mismas ideas. Ante la impresionante debilidad de los partidos políticos en Colombia, se fragua un programa político sin cuartel y bajo varias banderas –las del Centro Democrático, Cambio Radical, el ordoñismo y sus ecos en el Partido Conservador, los sectores afines a Viviane Morales en el Partido Liberal, pero también las de los delfines y otros sucesores de los políticos procesados por parapolítica- que pretende la instauración de un régimen de carácter confesional-autoritario, en donde se coarten las libertades y la diversidad propia de un sistema democrático, con el consiguiente rechazo de las bondades de la modernidad, en donde la legitimidad se nutra principalmente de la observación de prácticas religiosas determinadas mientras se socaban las garantías que en virtud de la Constitución de 1991 han alcanzado algunas poblaciones.
El fundamentalismo religioso y las relaciones entre política, religión y violencia no son asuntos exclusivos de árabes ni se encuentran irremediablemente lejos de nosotros, el confesionalismo autoritario ha regresado, y golpea en las puertas del Estado colombiano. Los intereses de los sectores que bombardean la paz y los retardatarios religiosos, coinciden.
Comparto totalmente la preocupación del columnista y lo felicito pi
Comparto totalmente la preocupación del columnista y lo felicito por la objetividad y claridad con la que denuncia este grave riesgo para la débil democracia colombiana