Con cada caso que los Medios masivos registran de violaciones, abusos y muertes de menores y de mujeres, desde diversos sectores de poder y de la opinión pública se vuelve a la propuesta de aumentar las penas, o establecer la cadena perpetua, e incluso, se insiste en la pena muerte, a pesar de su prohibición constitucional.
Las violentas reacciones se explican, en parte, porque la prensa hace tratamientos noticiosos espectaculares, novelados, dramáticos y dramatizados, que resultar irresponsables porque alimentan el sentido vindicativo de las propuestas para castigar a los perpetradores de crímenes y abusos cometidos contra niñas y mujeres. No se trata de esconder unos hechos oprobiosos, violentos e inaceptables, de lo que se trata es de poner en contexto esos hechos, con el propósito de que el registro de la prensa vaya en la dirección de analizar lo sucedido y de proponer cambios que no necesariamente pasan por la sanción penal (cárcel). Y allí fallan en gran medida los periodistas y los medios, en la medida en que siguen informando desde la perniciosa y acomodaticia lógica de los llamados criterios de noticiabilidad.
Mientras se consolidan y de desbocan los discursos colectivos que alimentan ese carácter vindicativo con el que mucha gente reacciona, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) y al Estado en su conjunto, como la sociedad en general, pasan de agache ante la tarea urgente de prevenir hechos de violencia contra las menores y las mujeres, como le correspondería asumir al ICBF, y la conversión cultural que debemos agenciar todos para “desmasculinizarnos” en aras de abandonar las maneras como asumimos de tiempo atrás lo femenino, el cuerpo de la Mujer y la Mujer misma.
Justamente las reacciones apasionadas[1] y profundamente soportadas en la necesidad de vengar estos crímenes, impiden señalar responsabilidades institucionales y culturales (societales), en el contexto de una sociedad machista y de un ordenamiento cultural en el que la idea de Macho se impone sobre una realidad inocultable: se hace- debe hacerse- sobre la inexorable dominación de la Mujer, de su cuerpo y de lo Femenino.
Que se debe hacer algo ante los casos permanentes de abusos contra menores y mujeres, por supuesto, pero primero debemos comprender muy bien cada historia, los protagonistas, victimarios, y rechazar los dispositivos culturales y el discurso publicitario que cosifica a la Mujer y señalar, sin ambages, la institucionalidad que no funcionó en cada caso de feminicidio o violación y maltrato a menores de edad.
Frente al establecimiento de la cadena perpetua, hay que señalar que el sistema penitenciario en Colombia y el funcionamiento de las cárceles[2] están soportados en un ethos mafioso que no solo le resta legitimidad moral a los presidios, sino a la institucionalidad que hay detrás.
No podemos, como sociedad que quiere castigar a los violadores, validar las precarias e ignominiosas condiciones en las que viven los presos y sindicados en las cárceles estatales. El hacinamiento y la corrupción al interior de los penales es un claro indicador de la incapacidad del Estado para resocializar a quien cometió crímenes y violó la ley. Todos sabemos que se “alquilan” baños, camas y celdas y que dicho negocio está en manos de jefes de bandas criminales y paramilitares. Y todo a la luz del INPEC y del resto de las autoridades.
Así entonces, la cárcel, como institución moderna de control y de disciplinamiento social, para el caso colombiano, resulta nociva.
Las cárceles colombianas son verdaderas escuelas del crimen y en el mejor de los casos, centros en donde los sectores que demandan castigos y penas ejemplarizantes para los violadores, encuentran total satisfacción ante las crueles y humillantes condiciones en las que sobreviven los penados. De esta forma, se consolida el sentido y el carácter vindicativo de la ley y del derecho penal. Y esto poco aporta a la resocialización de aquellos que violan la ley y maltratan a la sociedad y en particular, a la Mujer.
¿Qué “soluciones” hay distintas a la cárcel? A varios ciudadanos les he escuchado la propuesta de la llamada castración química. Y la proposición la justifican al señalar que ante la incapacidad de esos Machos (Hombres) de manejar, «administrar», dominar o encausar sus impulsos sexuales, la disminución de la libido podría impedir la comisión de nuevos crímenes y vejaciones y quizás, al hacerse pública la castración química, la medida sirva como una forma de ahuyentar a los Machos proclives a cometer este tipo de delitos.
En cualquier caso y mientras el “indolente” Congreso asume la tarea de cambiar parte del ordenamiento jurídico para castigar estos hechos y conductas punibles, lo que debemos hacer como sociedad es superar el carácter vengativo que acompaña a las penas y con el que se asume socialmente a la cárcel, en aras de avanzar hacia la comprensión de las circunstancias culturales e institucionales que legitiman y facilitan la comisión de dichos delitos, en el contexto de una sociedad Machista que ética y moralmente se soporta en la idea del Gran Macho que todo lo domina, incluyendo, por supuesto, a las Mujeres. De igual manera, comprender aquellas circunstancias que sirven para “ocultar” o maquillar las conductas de todo tipo de Hombres (de todos los estratos) que son proclives a violentar a las mujeres y a las niñas, pero que la sumisión femenina y la cultura dominante no permiten advertir, denunciar o señalar.
Mientras pasa la efervescencia mediática y social, le corresponde al ICBF, en coordinación con otras instituciones del Estado, establecer planes y acciones preventivas que coadyuven a proteger a las mujeres[3] y a las niñas de una desbocada, enfermiza y peligrosa masculinidad asociada, claro está, a las prácticas y a los discursos de esos Machos que sociedades machistas como la nuestra, reproducen y legitiman.