¿Por qué los colombianos no perdonamos?

Opina - Educación

2017-07-11

¿Por qué los colombianos no perdonamos?

Hace pocos días dos estudiantes de una escuela de la localidad tres de Cartagena de Indias, se vieron involucrados en una fuerte pelea que desencadenó en golpes y heridas, los muchachos son vecinos del mismo barrio y amigos de vieja data; por fortuna, los padres de los chicos en conflicto tienen muchas cosas en común: alto nivel de educación, valoración del diálogo como medio para superar las diferencias y la oportunidad para transformar situaciones difíciles, crecimiento y superación personal.

Tan pronto sucedió el hecho se dinamizaron las alertas institucionales para mediar en la solución del problema. El comité de convivencia activó los protocolos y la ruta de atención escolar como lo demanda la normatividad vigente, acercando los padres, pues se trataba de menores de edad envueltos en fenómenos de violencia. No obstante la disposición y el ánimo conciliatorio de los padres, éstos permanecían en la reticencia y envalentonamiento, pues los muchachos que persistían en no reconocer autoridad alguna.

Todo comenzó por un malentendido que pronto derivó en amenazas de parte y parte, exacerbada porque los jóvenes pasaron a increparse, ofenderse y recriminarse a través de las redes sociales (como pasa inclusive en la política colombiana). Con el pasar de los días las ofensas subían de tono, hasta que finalmente se produjo el enfrentamiento con los resultados descritos. Posteriormente se supo que amigos comunes de los jóvenes enfrentados (sabedores de la situación y cercanos a sus progenitores y maestros) no hicieron nada para alertarlos sobre los hechos en aras de prevenir un problema mayor.

Luego de varios acercamientos entre los padres, de los compromisos de punto final al suceso, faltaba algo: sentar a los directamente implicados frente a frente para que dialogarán, se dijeran verdades y se pusieran de acuerdo para deponer las diferencias en el entendido de que es la mejor manera de solucionar los conflictos. Al final se acordó una especie de acto de desagravio y perdón mutuo.

Ese día y a la hora señalada, uno de los jóvenes llegó junto con sus padres a la casa del otro joven implicado, la mamá del anfitrión amablemente pide que esperen un rato mientras su hijo termina de vestirse. Los minutos pasan y la espera se hace impaciente dado que el joven visitado demoraba en salir, la mamá pide que lo esperen, pero éste inesperadamente sale corriendo de su casa para refugiarse donde un vecino, negándose rotundamente a cumplir con lo pactado, argumentando que “no podía y no quería perdonar”.

Traigo a colación esta anécdota real porque pienso que guarda mucha coincidencia con los sucesos del 2 de octubre de 2016 y el 27 de Junio de 2017. Ese primer domingo del último trimestre de 2016, los colombianos fuimos convocados a las urnas para refrendar los acuerdos de paz entre el gobierno y la guerrilla de las Farc. La manifestación popular daría como resultado una votación estrechamente mayoritaria por el NO. Insólito que un pueblo azotado por violencias de todo tipo se resista a la paz y que la guerra tenga agoreros y partidos políticos que la defiendan, promuevan y lucren.

El segundo hecho al que hago referencia (27 de junio de 2017), es la fecha culminante de dejación de armas de este mismo grupo armado que por más de cincuenta años dejó una estela de miedo y dolor a lo largo y ancho del todo el territorio nacional.

Pues bien, este que debería ser un memorable suceso, pasó sin pena ni gloria, sin actos públicos de celebración de la vida o alguna otra manifestación que exaltara la reconciliación y la esperanza; por el contrario, la idea que algunos medios de comunicación difundieron al mundo es la de rendición y entrega del país ante la subversión, el debilitamiento del ejecutivo en cabeza de Juan Manuel Santos, el miedo ante la posibilidad que el “castro-chavismo” se impusiera en la vida política de un país tradicionalmente gobernado por la derecha, etc.; es decir, la intolerancia y resistencia al cambio, la negación de algunos sectores a la posibilidad de ver a Colombia en distintos colores, ritmos, olores y sabores en materia política y social.

Siguiendo -más que las orientaciones del Ministerio de Educación Nacional- la necesidad de seguir construyendo una nación verdaderamente pluralista, tolerante e incluyente, en las escuelas públicas como a la que pertenecen los jóvenes a los me refiero, se enfatiza en el tema de la sana y armónica convivencia.

No solo se usa la pedagogía de la paz en áreas formativas como ética y valores, competencias ciudadanas o cátedra de la paz, sino en las demás áreas del currículo, de modo que el desarrollo de las competencias ciudadanas se materialice en la praxis y el quehacer cotidiano de la vida escolar.

En alguna ocasión se hizo el ejercicio de preguntar a un grupo de estudiantes de esta escuela lo siguiente: ¿Por qué es tan difícil que los colombianos nos perdonemos?, en sus portafolios de trabajo consignaron pensamientos como que las Farc le han hecho mucho daño al país; las heridas de las atrocidades cometidas no han cicatrizado, son muy profundas y recientes, aún no han sanado.

Pareciera imponerse el rencor, el odio y el resentimiento en el posconflicto; la cultura de la violencia parece haber dejado muchas huellas sobre la cultura de la paz y se ha aprendido a pedir más disculpas que perdón.

La escuela convoca y es punto de encuentro de muchas formas de ver y sentir la vida, y aunque es en la familia donde se aprenden los principios que orientan la futura vida de los ciudadanos, ella en sí misma debe ser ejemplo de verdadera reconciliación porque es allí donde se ponen a disposición de la comunidad todas las herramientas pedagógicas para la aceptación del otro con la conciencia de que el ser humano se realiza en la medida en que “es por y para los demás” que lo reconocen como un sujeto portador de valores.

Por ello aunque se reconozca que la Farc deben dar ejemplo de cambio y participación para la construcción de una sociedad más justa, esclarecer muchas verdades y reparar efectivamente a las víctimas (al igual que en el caso de los jóvenes enfrentados), también es pertinente darse la oportunidad de experimentar ese cambio.

Así como hay que educar el pensamiento, hay que formar también los sentimientos y las emociones, desarmar el alma, el discurso, saber escuchar y aceptar las opiniones diferentes, derribar las críticas con los argumentos y las razones, es decir, con la palabra y no con los golpes o las armas. Todo esto pasa indiscutiblemente por la humildad y el perdón sincero, condiciones indispensables para disfrutar de una paz verdadera y que ésta sea profundamente humana, espiritual y material.

El perdón civiliza, humaniza, libera, construye y sana. Perdonemos, sólo así el arcoíris de la reconciliación y por ende de la paz, brillará en cada una de las familias colombianas.

 

Gustavo Adolfo Carreño
Economista, Magister en Desarrollo y Cultura, Amante de la filosofía, librepensador caribeño, educador.