Columnista:
Daniel Riaño García
La senadora María Fernanda Cabal, quien pide tumbar la prohibición actual de porte de armas, cree firmemente que vive en el lejano oeste –o en una película de Tarantino–, en donde todo se resuelve a bala. Con mano firme y con corazón grande, la actual senadora quiere armar a sus amiguitos uribistas para que se defiendan de quien se les atraviese. ¡Plomo es lo que hay!, parece ser el lema de este partido político, cuyo fundador y mesías armó en los años noventa a los campesinos y, que ahora, su fiel representante, venida de la opulenta elite del uribismo, quiere revivir la consigna. Cabal quiere seguir echándole gasolina a un país que, aún dividido, no ha podido reencontrarse.
Por décadas, las personas aquí se han matado entre sí. A machete o a bala Colombia es una nación con más rojo que amarillo o azul. Algunos adeptos del Centro Democrático quieren poner a silbar sus armas, que están que se salen de sus guaridas, para darle al que sea al ritmo de una convulsionada melodía. Lo que quieren son milicias urbanas que no les arrebaten el botín, mientras los colombianos, que ingenuamente caerían en la trampa, deciden salir a matarse con aquel, con este, porque sí y porque no. La propuesta de Cabal y de Christian Garcés –el otro proponente del brillante proyecto de ley– es solo un somero reflejo de un país atestado de involucionistas y de adeptos de la filosofía uribista.
Aquí se dice que la vida es sagrada, que no a la protesta violenta; sin embargo, en el primer atisbo de locura legislativa se propone esta brillantez. El Gobierno ya salió a apagar el fuego y a anunciar que no apoyaba la propuesta de los senadores –menos mal, pues ya me estaba imaginando saliendo a la calle con casco, rodilleras y en busca de las esferas del dragón por si me pasaba algo–. No obstante, aunque es difícil que se materialice, la propuesta queda latente, mientras la senadora siga avivando las masas mencionando en sus columnas «Los colombianos están pidiendo a gritos un derecho que les ha sido conculcado: el de poderse defender de los peligros constantes a los que están expuestos, no sólo en las ciudades, sino también en las zonas rurales de difícil acceso, en donde el Estado tiene limitantes innegables para garantizar la presencia permanente de la Fuerza Pública».
La senadora, con este tipo de declaraciones, afirma la evidente incompetencia del Estado para llegar a las zonas rurales más alejadas, la incompetencia del Estado para garantizar la seguridad en las principales ciudades, la incompetencia de una senadora absorta en un mundo de armas y de gánsteres… Para ella es fácil, ya que considera que la solución es delegar la función de quienes deben velar por nuestra seguridad y establecer algunos criterios para que las personas puedan acceder a las armas. En Colombia, por momentos, la vida parece extraída de un videojuego violento.
Para sumergirse en una película aterradora, solo hay que imaginarse el caos que podría generar la materialización de un proyecto de ley como este en una sociedad que le gusta darse en la jeta todos los sábados después de beberse unos guaros: ¡bang, bang!, se escucharía a diario en las calles cuando la música fuese silenciada por los tiros de algún personaje que decide desenfundar su arma. La banda sonora en las noches dejaría de ser la del silencio nocturno; la de los pájaros al amanecer; la de los vecinos de fiesta; la de las risas de los borrachitos; o, la de los autos que les cogió la tarde para llegar a casa. Más bien, los congresistas, deberían ir alistando otro proyecto de ley (por si algún día se materializa esta locura), cuyo objetivo sea regalar chalecos antibalas para todos, porque salir a la calle, con el temperamento del colombiano promedio, sería toda una aventura: Grand Theft Auto en Colombia.