Después de escuchar a muchos periodistas hablar de periodismo, me atrevería a decir que el oficio sabe de qué está enfermo pero no sabe cómo curarse. La desesperanza nos ha convertido en una secta indignada de tufo melancólico que intercambia lamentos por palmadas en la espalda.
No abundan en el reino, periodistas francos y curtidos que sean capaces de llamar las cosas por su nombre sin miedo a auto señalarse como causas del problema. Mucho menos periodistas blindados con la certeza del kamikaze que detona un carro bomba en el centro de una ciudad iraquí, sin importarle si mata a 100 o 200 personas –él simplemente lo hace porque para eso ha nacido y por eso ha de morir.
Sin embargo, aún hay faros, como la voz aguda de Leila Guerriero, que se atreven a decir que el mayor peligro, y la única esperanza, es dejar el periodismo en manos de los periodistas: “El reduccionismo, el apuro y los textos cada vez más cortos hacen que esas realidades, reflejadas en espejos urgentes y enanos, se deformen (…) no sé cómo empezó, pero fue una gran idea: la tan ansiada aniquilación de la prensa no llegó desde afuera, sino desde su corazón, su hígado. La frustración envenena el ánimo, mina el entusiasmo, convierte a periodistas serios en publicadores hastiados. El antídoto está, como el veneno, en nosotros mismos. Es una batalla de cazadores solitarios y tenemos todas las garantías de perderla. Pero hay batallas que se pelean aunque estén perdidas. Sobre todo cuando están perdidas”.
Cuesta creer que nuestros males sean provocados por una especie de pandemia postmoderna fabricada en un consejo extraordinario de ministros o en la sala de juntas de una multinacional. Después de todo, el periodismo preocupado por no decir las cosas primero sino decirlas mejor, siempre ha sido impopular, incómodo, insólito, engorroso… una especie en vía de extinción.
Siglos después de la invención de Gutenberg, el mayor logro del periodismo es autoconvencerse de que la objetividad no existe. Pero, hasta ahora, somos incapaces de demostrar que entre los corruptos que decimos investigar y nosotros no existe filiación alguna. Después de tanto activismo no logramos convencer a quienes nos ven, nos escuchan o nos oyen, que el fruto de nuestro trabajo sirve de algo y no solo es basura cibernética.
En este panorama de desprestigio los periodistas tienen dos opciones: saltar del barco o hundirse con él. No hay escapatoria. Mientras los medios deban ir cogidos de la mano de los poderosos para poder pagarle a sus periodistas –mientras personajes como Juan Manuel Santos sean los invitados de honor al Premio Nacional de Periodismo, tal como sucedió este año-, el nuestro seguirá siendo un oficio obsoleto.
Así las cosas, algún día hemos de reconocer que de periodistas solo tenemos el nombre. Que eso que llamamos periodismo es, en realidad, una competencia de rapidez, oportunismo y supervivencia. Y que los periodistas, los jefes de los periodistas, y las fábricas universitarias donde se fabrican los periodistas hacen todo lo posible por adaptarse al funcionamiento del negocio.
En tiempos de adversidad no hacemos nada distinto a lo políticamente correcto: aceptar que somos los megáfonos que utilizan políticos y millonarios para comunicar lo que pasa, justificar –a su modo- por qué no les conviene que pase de otra forma, y decir cómo debe pasar lo que no ha pasado. No nos culpen, si hay alguien capaz de hacer cualquier cosa es un hombre con las tripas vacías.
Tiene toda la razón el lector al equiparar está columna con una retahíla de perogrulladas. Soy trágicamente realista. No tengo la solución a la calamitosa realidad del periodismo. Pero guardo la esperanza que todo mejorará cuando el oficio y el poder se paren frente al espejo y se den cuenta que son la misma cosa -o peor aún, no sean capaces de decir quién es quién. “Si de algo sirve tocar fondo, es darse cuenta que el fondo está mucho más abajo”.