“Tenemos que ser como el piloto de Hiroshima. Cuando lanzó la bomba atómica, no sabía lo que estaba haciendo, pero cuando vio la nube de humo que dejó atrás, dijo: “¡Huy cuánto lo siento!”. Y eso es exactamente lo que tenemos que hacer nosotros: lanzar las medidas y luego pedir perdón”. Eso dijo alguna vez, en un consejo de Ministros, el ministro boliviano Guillermo Bedregal.
Menos mal la vida no les alcanza a los cretinos para ver las consecuencias de lo que hacen. Lástima que nunca hayan considerado invertir el dinero de sus cuentas bancarias, ni el precio de sus apellidos, en una maestría en ética y humanidades dictada en Oxford. Afortunados ellos de que la impunidad sea cónyuge del cinismo.
Uno sabe que vive en el tercer mundo cuando el progreso deja miles de víctimas y ningún responsable —ninguna persona culpada por la culpa.
Uno sabe que vive en Colombia cuando expertos, políticos y abogados secan el segundo río más importante de la nación, y secan con él el destino de miles, sin que haya castigo alguno.
Uno sabe que vive en el tercer mundo del tercer mundo, cuando los victimarios, y esa numerosa porción social que aplaude a los victimarios, les dicen a los damnificados que vuelvan a llenar el río con sus lágrimas, si es que pueden.
La arrogancia paisa es confesa, es motivo de orgullo, es nuestra hacha y nuestro machete. No hay nada que el paisa no pueda. No existe ley, ni valor cristiano, que la viveza paisa no haya violado antes. No hay mito que el paisa no haya logrado parecer verosímil. No hay otra represa, tan grande, depredadora y polémica como la construida por una empresa paisa que es a la vez empresa y Estado.
Si muere el río, muere la epifanía, la mística, el asombro. La nación padece leucemia. Retrocedemos siglos como especie. El paisaje se vuelve más amargo, incomestible. Le ponemos precio a la vida, y especulamos en la bolsa con su valor. Pero al paisa no le importa porque todo el dolor y la muerte le cabe en la palma de la mano.
Que viditas tan frenéticas y tan coyunturales las nuestras. Mataron al mono. Piensan inundar y rematar a los muertos enterrados en la ribera del río. Sin contar con el consentimiento de sus padres, utilizaron a menores para sus publicidades. Algunos socios del proyecto financiaron grupos paramilitares que cometieron más de 25 masacres en el norte y el occidente de Antioquia.
Documentos que deben ser públicos fueron eliminados de la página web de EPM. Publicaron una foto del cuarto de máquinas que el periodista de El Espectador, Pablo Correa, después de consultar a dos astrofísicos, un animador 3D, y un ingeniero electrónico, demostró que es imposible tomar una foto de esas con un celular tal como dijo EPM. Y pasaron muchas cosas más, pero no pasó nada, porque nuestra historia está hecha de gritos breves para tragedias largas.
Finalmente la jueza será la naturaleza. Y los juzgados seremos nosotros que no entendimos que nadie puede ser –sin importar cuál sea el estrato o la ideología preferida– sin dejar que ella sea.
“No hay consuelo más frágil que pensar que hemos elegido nuestras desdichas”, decía Piglia en sus diarios, ese manual de filosofía a contrarreloj.
No nos basta matarnos entre nosotros mismos: también somos capaces de encontrar justificaciones para matar el segundo río más importante del país. Cuando circularon las dantescas imágenes del Río Cauca, seco y agonizante, Giuseppe Caputo se preguntó “cuántas veces había sucedido el fin del mundo en Colombia”. La mala noticia es que en Colombia se acaba el mundo pero no acaba la desgracia.
Foto cortesía de: Canal Uno
A mis 58 años de edad, creía que ya no había esperanza de leer una opinión tan acorde y crítica de nuestra idiosincracia «paisa». Un reflejo de nuestra vergonzante dirigencia y una sanción merecida a nuestra indiferencia con los actos criminales de los mal llamados «paisas», más no Antioqueños. Corta, pero desgarradora definición de quienes se beneficiaron y se lucrarán de tan orrenda y criminal maniobra. Gracias joven por esta columna, en ustedes queda nuestra esperanza.