El tamaño de Bogotá es demasiado grande como para caber en la cabeza de la gente que tiene la mente estrecha y el corazón endurecido y repleto de resentimiento. Todos tenemos que quererla, consentirla, cuidarla y amarla; nos acoge a todos. Muchos sueñan con vivir allí, porque en cierto modo es más fácil que se realicen sus sueños y proyectos de vida que en otro lugar de Colombia.
Bogotá no solo es la ciudad de los bogotanos, es también la urbe de todos los colombianos, puesto que es la Capital de la República. Los colombianos no debemos permitir que nadie destruya nuestra metrópoli. No está permitido ser mugre con Bogotá. Es menester gobernar la ciudad con todo el corazón y la razón.
En este sentido, vale señalar que nadie tiene la culpa de que haya personas rencorosas, con ambición de poder, pero sin carisma político, y que el poquísimo capital político que a duras penas detentaron lo hayan despilfarrado de modo un tanto estólido, implementando un sistema de transporte público con buses articulados, desaprovechando la ocasión de construir el tan necesario metro, aparentando unos títulos académicos, inventando cuentos chinos en relación con unos presuntos estudios profesionales que nunca llegaron a ser verdad. A las masas no se les puede engatusar con facilidad olímpica.
El magnetismo político es fundamental para establecer relaciones de reciprocidad con las gentes. Los lazos de correspondencia con los dirigidos son insoslayables; los vínculos de amistad con los gobernados son la base para interpretar sus necesidades, también para conectar con ellos.
Cuando no hay empatía con el público es demasiado difícil la puesta en práctica de cualquier liderazgo, sobre todo de orden social y político. Los sentimientos de antipatía, el rencor y el desprecio abierto o velado hacia la muchedumbre son perjudiciales para cualquier mandatario, porque se condena a sí mismo a la soledad de sus hieles, ya que más temprano que tarde las multitudes adivinarán la hostilidad de la que son víctimas: ellas pasan factura.
La falta de talento para ejercer el liderazgo político no puede disimularse con títulos universitarios de ninguna índole, y menos si existe sospecha de su veracidad. La maldad es infinita, y definitivamente la avaricia de poder pone al desnudo lo más ruin y despreciable de las personas.
El excelentísimo Señor Doctor y siempre respetado washingtoniano Alcalde Mayor de Bogotá, Enrique Peñalosa, debería de gobernar más con el corazón que con otra víscera de su gigantón organismo; porque aun el gigante egoísta, del escritor irlandés Oscar Wilde, comprobó que es mejor ser generoso y noble que ser otra cosa.
Con 9.000 policías armados más para Bogotá, no se va a mejorar la seguridad ciudadana, sino que van a aumentar la percepción de inseguridad y, obvio, la inseguridad misma, porque mientras más armas estén deambulando en las calles de la Capital mayores serán la inseguridad y el riesgo de violencia urbana. Ojalá que este no sea el verdadero propósito de la actual administración de Bogotá.
Desearía inventariar un solo acierto suyo, un logro, una solución o mitigación de los problemas de la Capital; mas no es posible. Si la intención del Alcalde es vengarse de la ciudadanía por castigarlo en las urnas, entonces sí está siendo eficaz y eficiente en el logro del infame objetivo. Cabe recordarle al consultor privado de urbanismo colombiano Enrique Peñalosa que donde no hay orden, hay desorden. Y en el desorden solo puede reinar el caos.
El Alcalde capitalino está viviendo lo más parecido a una revocatoria del mandato. De hecho, se necesita apenas nada para que sea revocado, en cuanto a voluntad popular se refiere; prácticamente ya lo está: su impopularidad es del tamaño de la catedral, su imagen es brutalmente desfavorable.
Tal vez esta es la última vez que Enrique Peñalosa sea alcalde de Bogotá, incluso a lo mejor esta será la última oportunidad en que ocupe un cargo de elección popular. Y él lo sabe muy bien. Si esto llegara a ocurrir la explicación tendría que buscarla tanto en su propio hígado -donde nace la bilis-, así como también en el diccionario -donde están definidos los sentimientos dañinos-, tales como la revancha, la megalomanía y el odio… por las masas.