Pedazo de acordeón: entre la fiesta y la melancolía

Gracias a la tradición oral y a las eternas parrandas caribeñas que recorren el litoral de la región sabanera, y obedeciendo al irrefrenable impulso de la memoria, aún pervive en nuestra cultura tan noble instrumento (el acordeón); sin embargo, muchas de esas poblaciones son abrumados por la pobreza y la violencia; donde usualmente se erige la imponente naturaleza que las excluye de la mirada del Estado y de sus elites.

 

Narra - Arte

2021-10-08

Pedazo de acordeón: entre la fiesta y la melancolía

Columnista:

Daniel Riaño García

 

El sol dijo: quiero que me canten,

los rayos del sol dijeron: queremos que nos canten.

Después su luz iluminó nuestras voces doradas.

Cuando bailo así, el oro santo brilla y veo mi sombra enorme pasar por las paredes.

Así bailaban los antiguos…”.

Mitología Kogui (Banco de la República – Museo del Oro, 1991).

 

En la accidentada geografía del país se teje, entre la baja, media y alta Guajira, la música como anestesia para la desigualdad. Los antepasados de estas tierras son hombres y mujeres que venían del África Occidental y que se mezclaron con aquellos que vivían en nuestro territorio. Su cruz es la unión que oscila entre el hedor de la muerte y la esclavitud. Parte de su cultura es la de los trotamundos macondianos; innegables cronistas y compositores con dones otorgados por Olosi, en donde la ficción y la realidad se entrelazan en tierras de nadie con leyendas como la de Francisco el Hombre.

El acordeón es el instrumento con el que los juglares comunicaban hechos que ocurrían en otros lugares, con el que transmitían su propia tristeza y la de los demás, pero también con el que confrontaban con versos —en piquerías— a otros acordeoneros. Este es un artefacto rebelde y pretencioso que halló su lugar entre pequeñas aldeas y ríos. Joaquín Villoria menciona en su obra Acordeones, cumbiamba y vallenato en el Magdalena grande que este instrumento fue patentado en 1829 por un vienés y que se desarrolló y se popularizó durante el siglo XIX. Aunque el invento tiene hondas raíces europeas, cuando llegó a la frescura de los vientos caribeños y tuvo contacto con las pieles cimarronas, se acopló perfectamente evocando acordes y melodías que nunca se hubiesen escuchado en las gélidas manos de un europeo. Por una extraña razón, que solo puede ser explicada por la memoria genética, los juglares asimilaron el acordeón como si lo conocieran de antes.

Joaquín Villoria, en su obra, afirma que algunos autores concuerdan en que en gran parte de La Guajira se dio inicio a la fusión cultural que reemplazó gradualmente la gaita indígena por el acordeón (por ser un instrumento más sonoro y versátil), creando el baile de la «cumbiamba». Baile que se daba en las plazas públicas y en donde las mujeres llevaban velas encendidas. La cumbiamba de finales del siglo XIX evolucionó hacia el «merengue» en la década de 1930 y, luego, al «vallenato» hacia mediados del siglo XX. Es de esta manera como el acordeón encontró un espacio, entre las poblaciones más vulnerables del país —siendo un instrumento proletario, del campo y marginal—, en donde se explotaría su musicalidad.

Así mismo, García Márquez expresó su admiración (hablando sobre la naturaleza del artefacto) por este insurrecto instrumento en el diario El Universal, en 1948 “El acordeón ha sido siempre, como la gaita nuestra, un instrumento proletario. Los argentinos quisieron darle categoría de salón, y él, trasnochador, portuario empedernido, se cambió el nombre y dejó a los hijos bastardos. El frac no le quedaba bien a su dignidad de vagabundo convencido. Y es así. El acordeón legítimo, verdadero, es este que ha tomado carta de nacionalidad entre nosotros, en el valle del Magdalena… Aquí lo vemos en manos de los juglares que van de ribera en ribera llevando su caliente mensaje de poesía”.

Gracias a la tradición oral y a las eternas parrandas caribeñas que recorren el litoral de la región sabanera, y obedeciendo al irrefrenable impulso de la memoria, aún pervive en nuestra cultura tan noble instrumento. Sin embargo, muchas de las poblaciones que le sacaron sus primeras notas, siguen asentadas en medio de calles sin pavimentar, con casas de aspecto rústico, algunas hechas de bahareque recubierto con barro y de techo de palmas, siendo lugares abrumados por la pobreza y la violencia; donde usualmente se erige la imponente naturaleza que las excluye de la mirada del Estado y de sus elites. Parte de la herencia de estos pueblos es la música y la fiesta que se desperdigó por las grandes ciudades de la costa y sus barrios más populares.

En estos pueblos parece que no pasara el tiempo, ya que se siente como si los juglares aún siguieran de aldea en aldea recibiendo comida y trago: expandiendo y contrayendo el fuelle. Allí se percibe belleza, pero también tristeza, por lo tanto, la naturaleza melancólica del instrumento halla su justificación en ese contexto. De igual forma, Gabo en El Universal desentrañó con su usual estilo su esencia «No sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento» y prosigue «Yo, personalmente, le haría levantar una estatua a ese fuelle nostálgico, amargamente humano, que tiene tanto de animal triste».

Lo popular del acordeón es un asunto solemne en tierras caribeñas. Los del centro estigmatizan y juzgan a las personas procedentes de estos lugares por su excentricidad, pero ignoran que la fiesta es una manifestación, en muchos casos, de la nostalgia y la melancolía —al igual que el blues– que se ratifica con la pachanga y la bulla. Se danza para limpiar el alma desahuciada que está ennegrecida por la violencia y la desigualdad (incluso reafirmando la memoria genética). La música y la fiesta narran historias, como las de los juglares. Se baila y se goza con violento vigor, puesto que al contraerse por completo el fuelle, los hombres y las mujeres se separan para dejar de bailar y volver a su resignada realidad.

 

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Daniel Riaño García