Columnista:
Gilberto Tabares Hoyos
Colombia, al mejor estilo de una producción cinematográfica hollywoodense, ha construido su propia sociedad distópica apocalíptica, con personajes tan inverosímiles como monstruosos; deambulan por nuestra violenta y naturalizada escenografía e infectados por un virus mortal supuran airadamente estribillos trillados, clichés ambulantes de antiguas fobias del siglo XX.
Este virus necesita de un ambiente de ignorancia y odio para transmitirse, una vez se inserta en el organismo social hace un asalto fulminante al cerebro de su huésped, logrando que este tergiverse la realidad percibida y se replique a través de mentiras que amalgaman lo alusivo y lo explícito, fomentando diferentes miedos, sobre todo el temor a la pérdida de la libertad y la propiedad privada; es tan fulminante la transmisión que los nuevos huéspedes tienden a alucinar con la supresión de la propiedad y privilegios que no poseen.
Una vez infectada la sociedad, el ambiente es aterrador, los infectados tratan a los no infectados e inmunes como un enemigo que impide controlar la amenaza imaginaria que trata de destruirlos o como promotores del caos, por lo que, ante la resistencia inmunológica a la infección se justifica su desaparición, todo puede desvanecerse; se desboca el agente infeccioso, las hordas engullen, magullan, desmiembran, deshumanizando todo a su paso. Paradójicamente, los individuos sanos han ido a parar a fosas comunes, a hornos crematorios improvisados o en el mejor de los casos son desplazados a urbes hiper-contagiadas, sin libertad ni propiedad.
Algunos sobrevivientes han tratado de negociar entendiendo que estos enfermos somos nosotros —un fenómeno de alteridad o de filantropía—, pero los infectados no quieren convivencia quieren conversión; de una u otra forma los negociadores terminan alimentando la cadena de contagios, vivos o muertos se hacen parte de esta horda de infectados, inscritos quieran o no en sus estadísticas de propagación. Otros, proponen ignorar la realidad, desentenderse del virus y de sus contagiados, ignorar los protocolos y continuar, aunque esto pueda significar el impulso a la metamorfosis social definitiva, el contagio total. Sin embargo, hay una fuerza social que cree poder dar la victoria a la humanidad, transformar la atmósfera de miedo y odio —caldo de cultivo del agente infeccioso— y humanizar de nuevo a los infectados, ellos convencidos de que la vacuna es la pedagogía, tratan de explicar, contrariar y criticar los fundamentos falaces y el miedo que esparce el virus; aunque en su esfuerzo han perdido a sus seres queridos y han alimentado la máquina de contagios, persisten en la pedagogía.
Como en las grandes y sobrevaloradas películas apocalípticas con un desenlace de esperanza, los investigadores epidemiológicos han logrado aislar al que consideran como el paciente cero y aunque el aislamiento tiene que ver con otras patologías, la lucha de este virus por arraigarse al organismo social ha sido enconada, pese a esto, cada vez es más clara la trazabilidad de su origen y causas; por esto se sacude con violencia y se escabulle tratando de ocultar sus contactos con otros organismos, que permitan su supervivencia. Los estudios epidemiológicos revelan que el patógeno mantiene una relación simbiótica con el sistema inmunológico que debería repelerlo, la infección es tal que no se logra distinguir el agente del organismo.
Las campañas pedagógicas (tratamiento) deberán ser monumentales si se quiere prevenir y desarraigar definitivamente del organismo social esta enfermedad crónica y sistémica, y este mal que lo deshumaniza, que los expone como seres inermes autodestructivos. El final de esta producción tiene un final abierto, el virus avanzó por todo el escenario, los decesos se cuentan por cientos de miles, los sobrevivientes se ven desbordados por la imposición del miedo, del terror y la desconfianza con la connivencia de un sistema de defensa que debía proteger al organismo, y que al contrario lo obliga a una infección prematura o un suicidio tardío. La victoria de este virus hace indiferente seguir viviendo o morir, la victoria de la pedagogía; por el contrario, traería una renovada vida de posibilidades sociales, un horizonte de infinitos futuros, porque el primer paso de la distopía a la utopía es poner sobre los hombros de la sociedad la carga de la angustia de las víctimas, angustia que nos negamos a compartir.