Participación política

Que el partido FARC pueda participar en política, no implica automáticamente que vayan a ser elegidos sus candidatos.

Opina - Política

2017-12-01

Participación política

Y estamos enfrascados en un debate sobre si el partido FARC puede o no participar en política. Si puede hacerlo antes, durante o después de acudir a la JEP.

El histérico hijo del mártir Rodrigo Lara Bonilla, se rasga las vestiduras en el Congreso de la República anunciando que vamos a ser representados políticamente por  delincuentes que no han pagado un segundo de cárcel pese a sus muchos crímenes.

El Rabo de Paja Mayor del país clama desde su Olimpo de cartón, contra los acuerdos que garantizan la impunidad de “los terroristas de la far”.

Las “señoras bien” de los barrios de clase media y alta en Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y otras regiones, se santiguan: “qué horror, ala, esa gentuza en el Congreso”, como si el Congreso actual estuviera habitado por clones de Aristóteles, de Jefferson, de Franklin o de Carlos Gaviria.

Para nadie es un secreto que la forma de gobierno de un Estado se define por la mayor o menor posibilidad de participación que se les brinda a los ciudadanos en la toma de las decisiones políticas que los afectan. Las formas autocráticas, autoritarias, excluyentes, se rigen por la negación de esa participación a las amplias capas de la población y la consagración de la facultad electoral solo para las élites sociales, económicas y políticas.

Por el contrario, las formas más democráticas están caracterizadas por la apertura, por la ampliación de la base poblacional de participación: que sean cada vez más los que participen en la toma de las decisiones políticas.

Nuestra historia está plagada de pasajes en los cuales esa ampliación de la participación fue negada olímpicamente. El conservatismo, con el nombre de Partido Nacional, durante el periodo de la Regeneración y después, desembozadamente como Partido Conservador, imperó entre 1884 y 1930.

En aquella época quién ganaba la Presidencia de la República lo ganaba todo. Quien, en consecuencia, perdía, lo perdía todo. Gracias a procedimientos fraudulentos y las manipulaciones de los registro electorales, y pese a ser una mayoría clara, el Partido Liberal apenas si lograba, en ocasiones, contar con un Senador y uno que otro Representante a la Cámara. Tanto es así que el Partido optó por la vía de las armas para tratar de reconquistar el poder y se lanzó a las guerras inútiles de 1885, 1895 y 1899. Y no lo consiguió.

Salvo el periodo beatífico del llamado Canapé Republicano de 1910 a 1914, los liberales no olieron puesto público.

En  1930, “al peso de su propia podredumbre”, como dijo Alberto Lleras Camargo, cayó el Partido Conservador. Hubo 15 años de reformas liberales que remozaron el sistema político y adecuaron la súper estructura jurídico política del país, adaptándola a las nuevas realidades.

Pero vino la feroz reacción conservadora, acompañada de un clericalismo ultramontano,  que bañó en vergonzosa violencia al país y de la cual las clases dirigentes atolladas  intentaron salir ensayando, primero el engendro militar de la dictadura de Rojas Pinilla y, finalmente, el experimento del Frente Nacional que, al tiempo que aquerenciaba la paloma de la paz, excluía la participación democrática de las fuerzas y las opiniones disidentes, al  limitar la oportunidad de participación en las decisiones políticas a los miembros de uno y otro partido.

Muchos ciudadanos que no tenían ocasión de expresarse políticamente optaron por terceras vías que, al hallar cerrados los canales pacíficos de participación, no tuvieron otro recurso que la vía armada.

Ahí se inscribieron los movimientos guerrilleros de los años sesentas y setentas, hasta que la Constitución Política de 1991 generó un nuevo modelo de Estado, Social y Constitucional de Derecho, que abrió la puertas a nuevas formas de participación.

Consecuencia natural y directa de ese talante aperturista es la proliferación de organizaciones político partidistas.

El país pasó de un bipartidismo asfixiante a un multipartidismo inquietante.

Los grupos armados ilegales, desde la época del presidente Betancur, habían intentado superar aquella máxima que condujo al Partido Liberal en 1885 a la guerra civil. La Unión Patriótica fue el primer intento de los grupos disidentes de alcanzar la posibilidad de expresión política alternativa, sin recurrir a las armas.

Intento frustrado, pues el establecimiento, sus señorones de la clase política, de la industria, de la banca, del comercio, del agro y de la mafia no quisieron permitir la exploración de una vía nueva, modernizante, pacifista.

La consecuencia fue la continuación de la guerra. Más muertos, más dolor, más víctimas. Más solados, civiles y guerrilleros muertos.

Luego de mucha sangre, de mucho fuego, de mucho dolor, se logró aclimatar la paz con algunos grupos no mayoritarios.

Y, finalmente, se ha llegado a un acuerdo con la más numerosa y añosa fuerza insurgente.

Claro que, en medio de la lucha política las palabras juegan un papel filoso de descalificación y deslegitimación y por eso se les ha tildado de todo. Desde violadores de infantes, hasta terroristas, pasando por la acusación, jamás probada, de ser el mayor cartel narcotraficante.

Pero, después de todo, no han sido más que un grupo insurgente que ha aspirado y aspira ahora a participar en política electoralmente. Como lo pretendió el Partido Liberal bajo la Regeneración.

Le corresponde entonces al Estado, haciendo honor a su palabra, otorgarles esa posibilidad. Sin los temores histéricos del hijo del mártir Rodrigo Lara Bonilla.

El que el partido FARC pueda participar en política, no implica automáticamente que vayan a ser elegidos sus candidatos.

Un país que el 9 de febrero movilizó millones de personas en su contra, no se va a plegar de la noche a la mañana a sus prédicas, ni a sus propósitos políticos.

Pero la democracia colombiana sí tiene la obligación de hacer honor a su palabra y permitirles, al menos, participar, para que, entre otras cosas, no tengan que volverse al monte armas en mano, a luchar por la posibilidad de ser alternativa de poder, como lo hizo el Partido Liberal al final del siglo XIX.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Armando López Upegui
Historiador, Abogado, Docente universitario y Maestro en Ciencia política.