El 28 de febrero se llevó a cabo en la Corte Constitucional, la audiencia pública sobre la libertad de expresión en el uso de plataformas digitales, coincidiendo con las recientes declaraciones de miembros del partido de gobierno, en el sentido de promover un proyecto de ley que limite el uso de las redes sociales, y las voces desde diferentes medios de comunicación tradicionales, que responsabilizan en algún grado a las redes y plataformas digitales de información por la evidente crisis de credibilidad que atraviesan.
El argumento al que recurren unos y otros a la hora de plantear críticas al uso de las redes sociales, es la proliferación de las llamadas fake news o noticias falsas, y el daño que provocan en lo individual y en lo colectivo. Para el partido de gobierno, elegido gracias a la estrategia de invadir las plataformas digitales con mentiras, y para los medios de comunicación que las reproducen sin mayor trabajo de verificación, el problema se origina en el uso de la plataforma digital en sí misma, por la facilidad con la que allí se masifica cualquier tipo de información. O eso es lo que argumentan en apariencia.
La realidad es que las críticas van más allá del peligro que supone el uso de Internet y las redes sociales. Catalina Botero Marino, exrelatora especial sobre libertad de expresión de la CIDH, afirmó durante su intervención en la audiencia ante la Corte que “Internet es el medio más democratizador de la historia”, y advirtió a su vez sobre los peligros que encierran los proyectos de regulación de las redes sociales en cuanto se olvida la protección a la opinión y se presume el carácter difamatorio de las publicaciones.
En efecto, lo que esconden los esfuerzos detrás de la regulación es sin duda, censura. José David Name Cardozo, senador de la República por el partido de U —actualmente en la coalición de gobierno— en su intervención ante la Corte, defendió el Proyecto de Ley 179 de 2018 cuyo objeto es “proteger el buen nombre de los ciudadanos en redes sociales” y que según en palabras del senador, busca eliminar las denuncias falsas y las calumnias publicadas a través de redes sociales. Sin embargo, también expresó que con el proyecto de Ley “no se quiere coartar la libre expresión, quedan por fuera los medios de comunicación y la prensa”, asumiendo convenientemente que dicha libertad solo es posible si es ejercida por los medios de comunicación tradicionales, presumiendo de manera peligrosa que solo las publicaciones de los ciudadanos deben ser reguladas.
Si bien es cierto que el uso de las redes sociales supone un escenario novedoso respecto a la forma como los ciudadanos interactúan con la información, pues no hace necesaria la intermediación de un medio tradicional como los noticieros de televisión, radio o prensa, gracias al alto grado de inmediatez, no le corresponde al Estado dicha regulación. En efecto, esta debe surgir de los mismos usuarios al decidir bajo su propio criterio, qué información debe ser publicada y compartida.
A menudo se habla de posverdad para describir las consecuencias que la masificación de la información sin ningún soporte, trae a la realidad tal como la percibimos, en la que además se relativizan los hechos y se contradice incluso la evidencia científica. El resurgimiento de grupos antiderechos, antivacunas e incluso los llamados terraplanistas, es un ejemplo de ello. Sin embargo, el problema no serían las plataformas digitales o las redes sociales, pues no juegan un papel más allá de ser contenedores del mensaje. El problema viene dado por la incapacidad crítica de los receptores, usuarios de estas plataformas, que a su vez, solo reflejan la crisis del conocimiento como valor social. No se combate el mensaje eliminando el mensajero.
En el caso específico de las redes sociales, es tal vez más evidente la problemática, aunque no es el único escenario. Los medios de comunicación tradicionales no tienen control de la información que allí se publica, y aunque los riesgos de las noticias falsas de las cuales se alimenta el concepto de posverdad es evidente, aun así, el núcleo esencial de derechos como el buen nombre, no pareciera verse afectado en tal grado que amerite intervención estatal.
En este sentido, lo que realmente preocupa a políticos y medios de comunicación, no es la protección al buen nombre de ciudadanos individuales, o la reducción de las falsas denuncias como lo quieren hacer ver los defensores de una posible ley de censura. La real preocupación viene dada por la imposibilidad de monopolizar la información, que al final es lo que sustenta las estructuras de poder.
Juan Carlos Upegui Mejía, exconsultor de la CIDH, señala que el impacto real de las interacciones en redes sociales, de particulares que no ostentan una posición de poder, “es mínimo y no supone un estado de indefensión”. En ese orden, para Upegui Mejía, no corresponde ni a la jurisdicción penal o constitucional ser el censor de las redes sociales “menos para silenciar discursos de interés público”, en todo caso son los usuarios los llamados a la autorregulación.
El debate está abierto. Lo cierto es que las redes sociales juegan un papel importante en la formación de opinión de los ciudadanos en la era digital, y nos permite juzgar la realidad desde un sinnúmero de perspectivas que hasta hace poco no era posible conocer, al margen de los riesgos que puede suponer la inmediatez. Tal vez es hora de preguntarnos por el papel que juega el sistema educativo en la formación del conocimiento y la capacidad de razonar que esto conlleva, como mecanismo de defensa efectivo contra las noticias falsas y la posverdad.
En todo caso, no hay nada más aterrador para un gobierno autoritario que una sociedad informada. Redes sociales como Twitter —por ejemplo—, donde la información no responde a ningún monopolio, deberían ser usadas de manera masiva, en aras de promover ciudadanos mejor informados, capaces de cuestionar el orden social y político, como lo exige una verdadera democracia.
Muy buen ensayo. De acuerdo en que la crítica nula de las personas facilita la divulgación de mentiras y verdades a medias.
Hay que ahondar en el principio de libertad de expresión como derecho humano pero que no afecte los demás derechos.