Columnista:
Julián Bernal Ospina
Si hay una palabra fea esa es gonorrea. El que la oye por primera vez siente que tiene que lavarse los oídos. Todavía más al descubrir su significado original de enfermedad venérea: es como si pudiera transmitir la blenorragia a través de la palabra. Ya después, cuando se queda retumbando en la cabeza, y cuando la lengua logra articular ese sonido perfecto de diarrea verbal, de fluido infectado, de semilla contaminada todo fluye entre el alma y la boca. No hay vuelta atrás: se torna en una adicción a nombrar el mundo, sea en el insulto, en la emoción o en la sorpresa, hasta el punto de que todo tienda a volverse gonorreico. ¡Oh, gonorrea inmarcesible!, tu coherencia entre sonido y objeto que representas te vuelve un júbilo inmortal.
Juan Fernando Ramírez Arango, en ¡Gonorrea! Historia del insulto de insultos, lo dice, parafraseando a Fernando Vallejo: «como si todos los caminos condujeran a la gonorrea». Todo llega a ese origen engañoso, infectado de la vida última, de su porquería; a la funesta antesala del tiro por la mano experta del inexperto; a la ráfaga de pus del narcotráfico; a la sorpresa hiriente, emoción lacerante, alerta inminente. Vallejo dijo, en uno de los pasajes más bellos del libro Los caminos a Roma: «El amor es una gonorrea del alma». Lo oímos también en labios de un ciudadano, hace unos días, cuando grababa el desbordamiento del río Medellín: «¡Ay, gonorrea, mirá ese río Medellín se desbordó, ve!». Y, como no era suficiente para expresar la sorpresa, entonces dijo: «¡Ay, regonorrea!».
De Medellín, Colombia, pal mundo. La palabra gonorrea ha viajado a través de la voz de los narcos; en la serie de televisión que lleva su nombre: ese otro origen infectado que tampoco nos gusta ver. El citado Ramírez Arango referencia algunas traducciones: al holandés como pene enfermo (zieke lul), al polaco como mierda, bilis o secreción amarillenta (cholero), al rumano como loco (nebunule). Gonorrhée, en francés, conserva su antecedente, «gonoblenorrea», con la cepa virulenta del griego y del latín. Pero, como la lengua es sabia, supo deshacerse del inocente «ble» que le estorbaba para que un moribundo pudiera decir, después de sentir su existencia pesada sobre un sofá ajeno: «¡Qué gonorrea guayabo!».
Las clases altas, envidiosas de la descarga gonorreica, sintieron la necesidad de nombrar sus infecciones. Se dice que «nea» –nacida en la suciedad superior– es una versión más limpia de «gonorrea». No obstante, la autocensura no pudo con la riqueza de palabras que surgió tras la fusión con otras: gonopichurria, gonoplasta, gonorzobia, gonogarmbima, chandorrea, gonopercubia y gononea, entre otras gonocombinaciones. Y así, hasta que más mezclas brillantes nos permitan decir que estamos vivos: quién diría que lo más cercano a la muerte, al dolor y a la miseria sea lo que nos conceda nombrar lo que aún no nombramos.
La gonorrea, ese surco de olores germinado en el mal, es la libertad sublime. Es la parte oculta de la bandera de Colombia que solo hay que verla a trasluz para conocer su existencia. Una identidad real, aunque todo el mundo la ve menos nosotros: el himno espontáneo de Colombia, diferente al origen patriótico y prístino que solo ha servido para llenar crucigramas y para mandar a los hijos de los pobres a la guerra. (Con el perdón de los crucigramistas, no de los políticos). ¡Oh gonorrea inmarcesible!: tu sentido no se marchitará; seguirás siendo nuestro reflejo sorpresivo, nuestro mejor insulto, nuestra pesadez de alma, nuestra palabra móvil: permite que podamos verte en tu plenitud liberadora, tu coherencia sonora, tu raíz en donde yace la humanidad y alumbra el misterio de tu nombre. Por todo lo que aún no es nombrado. Por los siglos de los siglos. Amén.
excelente redacción y explicación de esta palabra tan horrible que nos libera al expresarla, al escucharla, al leerla…