Columnista: Rafael Medellín Pernett
Ni siquiera la tarotista más experimentada en el estudio astrológico de las cartas (que probablemente viva en algún caserío a las afueras de Corozal o Sincelejo) pudo haber previsto como un sencillo y cotidiano dolor de muelas iba a terminar por convertirse en un embrollo diplomático de carácter internacional, sin precedentes en la historia de América Latina.
Ella tampoco, ni con el tabaco más puro, elaborado con hojas secas fruto de la tierra fértil que compone la falda de la Sierra Nevada de Santa Marta, podría llegar a visualizar la receta que nos ayude a salir de este nuevo traspié.
Pero, de más no está emprender la travesía hasta la sabana sucreña para preguntarle a esta emperatriz del monte que menjurje sagrado podemos usar para bañarnos y espantar la mala suerte eterna con la que nació este país.
Lo cierto es que debemos reconocerles a las mujeres su gran capacidad histórica para desatar la furia de los hombres, y afirmar contundentemente como una vez más el género femenino se ha propuesto, y alcanzado con éxito, lograr una disputa política entre dos naciones: como si estuviéramos ante una versión moderna de la batalla de Troya, ésta vez más sutil y menos épica.
Ahora Helena desempeña un papel de tinte más empoderado: una mujer decidida, con voluntad política, de ideales democráticos sólidos y perfectamente capaz de redefinir el proceso electoral como un mercado público de compra y venta; redefinición que le ha costado un pequeño porcentaje de libertad.
Encontramos en nuestra nueva, y muy colombiana Helena, ese talante de mujer costeña, astuta, poco temerosa de lanzarse al vacío por salvar su integridad y de atravesar fronteras para defender su individualidad.
La realidad es que dos países hermanos, con diferencias fuertemente marcadas, con regímenes políticos muy distintos y con desacuerdos mutuos, cuentan, a partir de este momento y solo Dios sabe hasta cuándo, con un punto más en contra de sus buenas relaciones: la custodia de Helena.
Parece cuestión de poca importancia, pero no. Es más que eso. Es una cuestión que encierra sobre todo un tema de autoridad y nadie quiere estar en medio de una lucha de poderes, y menos si se trata de una lucha de poderes por una mujer, porque como sabemos, en Troya resolver este lío tomó más de diez años vitales.
Es así como desplazamos el desarrollo de esta historia de la antigua Grecia, de las planicies turcas, a la tierra del sol amada: Maracaibo.
Los muros de la calurosa ciudad costera son los guardianes absolutos responsables de proteger la existencia de una Helena que fácilmente podría desatar una guerra, porque Bogotá se ha empeñado en lanzar discursos no muy acertados y Caracas no responde más que con ofensas.
La solución de este nuevo conflicto que pasa a ser parte de la larga lista de confrontaciones que ocupan ambas agendas nacionales ha tomado tonos preocupantes y tendremos que sentarnos a negociar, como con los pasados acuerdos de paz, una salida pacífica para semejante embrollo nunca antes visto.
El fin sensato de todo este replanteamiento histórico-literario sería declarar la disputa inexistente si partimos del hecho concreto de que Bogotá no reconoce a Caracas y Caracas no reconoce a Bogotá, y si el rival del uno no existe para el otro, y viceversa, estamos frente a la nada pues no hay conflicto sin contrincantes.
La relevancia de la cuestión ha empezado a interesar al estrecho círculo de académicos ilustres y no me parecería para nada alocado que alguno de ellos haya tomado la iniciativa de reescribir bajo nuevos parámetros literarios una versión actualizada y criolla de la famosa novela de Homero, sin duda sería un hito en letras y un best seller.
Confiemos en que ya sea un trabajo que esté avanzado para que alimente a la hambrienta, desnutrida y moribunda literatura colombo-venezolana.