En el campo aprendimos el costo de la tierra, las posiciones estratégicas y la ley del más fuerte, del armado, del mafioso (militar, narco, paramilitar o guerrillero).
En los pueblos aprendimos el significado y los significantes del desplazamiento forzado. Pusimos a prueba nuestra moral cuando recibimos a las víctimas con una mezcla de solidaridad y desconfianza.
Aprendimos también que todo grupo armado tiene el poder de usar la fuerza para lograr su voluntad. Que tarde o temprano pueden ejercer su maquiavélico poder contra nosotros, los civiles. Tuvimos que aprender a migrar del pueblo a las grandes capitales.
En la ciudad se aprendió que la guerra aisla. Que el trabajo por fuera de la guerra es escaso, precario y se centraliza en las grandes ciudades.
Que cuando hay un conflicto armado abundan la pobreza y la riqueza. Y que hay una enorme creciente distancia entre ellas. Muchas industrias no se pueden desarrollar por el flagelo del combate. Se acelera la concentración de la propiedad de la tierra, se reparte entre algunas tradicionales familias nacionales y corporaciones transnacionales. Se deterioran las condiciones laborales, precariedad pretendidamente justificada por las condiciones adversas de la guerra.
En la ciudad aprendimos a no llorar. A vivir la guerra en medio del zapping, entre la novela y Apocalypse Now. A compartir un tweet pero no el dolor. A expresar nuestra solidaridad con la tragedia del vecino mediante emoticones 🙁 , a manifestar nuestra indignación en 140 caracteres contra la hambruna continuando nuestro timeline con un #foodporn.
Aprendimos mucho con el dolor. Concluimos que es cierto que la letra con sangre entra pero que genera más dolor y derramamiento que ingenieros, artistas y deportistas. Así que aprendimos a unirnos dentro de nuestras diferencias con una propuesta: intentar aprender juntos desde otro lugar, desde el que nunca nos dimos la oportunidad de estar, apuntando nuestros corazones y nuestras virtudes a construir desde la democracia.
Estamos aprendiendo a creer de nuevo y a sentir esperanza real en nosotros y en los otros.
Tenemos que aprender también a creer de nuevo en las herramientas democráticas, a debatir las ideas sin atacar a las personas, a resolver nuestras diferencias sin prejuicios ni resentimientos. A discernir con argumentos, a escuchar y a aceptar. A seducir con ideas, a encontrar puntos en común, a convencer.
Es el momento de caminar distinto, sin minar y sin minas.