Resulta un poco complicado opinar, y no se diga sancionar, acerca de un entretenimiento que no se conoce en profundidad, sin embargo, me parece haber visto suficiente fiesta brava para aterrizar dos cosas de la más pura lógica: es entretenimiento para algunos, y no tengo que hacer una inmersión completa para estudiar sus complicaciones.
Primero: es un espectáculo, entretenimiento que no todos disfrutan. Elevar esto a un asunto de patrimonio cultural de la humanidad es exagerado, y aún si lo fuera, ese estatus no defiende la continuación de su práctica, tampoco su abolición. Las costumbres y actividades culturales cambian, y está muy bien documentarlas que no es lo mismo que preservarlas.
Este entretenimiento se basa en un enfrentamiento violento entre dos seres, un bovino de gran fuerza que ha sido criado para el propósito; y un humano que está ayudado por muchos otros congéneres y artilugios. El punto central está en ‘violento’, la corrida de toros presenta un espectáculo donde la violencia y la muerte son protagonistas, y eso debe estar regulado cuando menos.
El cine es un ejemplo de regulación a la exposición de la violencia, en este caso ficticia, por parte de organismos de control, y debería hacerse otro tanto con la violencia real de la tauromaquia y otros espectáculos cuyo centro es la violencia como el boxeo y las artes marciales mixtas. Deben pasar dos cosas: como espectáculos deben ser financiados con fuentes privadas, y autoridades deben regular la edad de los espectadores permitidos.
Si bien hay otros entretenimientos más populares donde hay violencia, es importante anotar que es accidental y colateral al objetivo central, como en los deportes de contacto en los cuáles se dan momentos de violencia que son, o deben ser, sancionados. Ya el problema del comportamiento de las hinchadas es de su educación elemental y no del deporte al que pretenden seguir; educación, dicho sea de paso, probablemente podría mejorar con menos violencia.
Reducir la violencia a la que se pueden exponer las y los jóvenes es benéfico para la construcción de sociedades que puedan resolver los disensos a través de la negociación y no el enfrentamiento; en últimas, habrá menos guerra si nos acostumbramos menos a la violencia. El toreo, entre otras formas de entretenimiento con animales, acostumbra a las personas a la violencia.
Este es un argumento blando, que permite cierta consistencia porque se acomoda a la casuística que supondría someter este mismo criterio a cualquier otro espectáculo que exista, ser radical como las posiciones más visibles al respecto. Cosa probadamente difícil de hacer con argumentos en contra de la tauromaquia como la defensa de los animales, donde resulta contradictorio que lo diga alguien cuándo viste con artículos de cuero, o come carne, o castra a sus mascotas. En otras palabras, denominarse animalista requiere que se defiendan los animales en toda circunstancia y eso es algo muy difícil de hacer.
O el argumento de evitar el sufrimiento innecesario a los toros, que resulta complejo de establecer por dos razones: la parte del sufrimiento, porque si me ofrecen una vida placentera a cambio de una pelea desigual por un par de horas, yo lo consideraría; y el aspecto de lo innecesario ¿No es necesario el entretenimiento? Yo creo que sí ¿Es necesario consumir carne de res? Se ha comprobado que no lo es. Suponer que puedo usar mi experiencia o expectativa para juzgar el sufrimiento de otros, así como determinar que es necesario para la existencia de los demás, es demasiado prepotente.
Sí usted quiere un espectáculo violento, me parece que está en su derecho de buscarlo, pero no pretenda que en razón de una tradición los demás debemos gustar de dicho evento, y menos financiarlo; debería considerar pagar en su boleto una porción para el mantenimiento de los escenarios.
Y sí a usted no le gusta, me parece perfecto que lo evite, incluso tiene derecho a proclamar que no le parece divertido ni artístico, incluso que es bárbaro en el sentido más peyorativo de la palabra; pero no insufle su credo a los demás pretendiendo una consistencia argumental que no tiene, y suponiendo que su posición es moralmente correcta y por tanto debe imponerse por ley.