Un desgaste que hay que asumir, en función de un país reconciliado y en paz, es el de insistir en la defensa de lo más elemental. En esta ocasión, se trata de defender a la infancia alejándola de la violencia de la tauromaquia siendo conscientes de los daños psicológicos que puede causar en niños, niñas y adolescentes presenciar casos de maltrato deliberado a un animal.
Muchos han salido de sus trincheras taurófilas en defensa de la inocuidad de la estética taurina, en últimas, en defensa de la tortura como ‘espectáculo inofensivo’ respecto a las consideraciones morales de un niño.
“¿Dónde están los estudios científicos?” exigen aquellos que tiemblan viendo como año a año deben regalar más y más boletas para medio llenar las plazas de toros. Vamos a ver. En el 2007, Samara McPhedran, investigadora senior de la Universidad de Griffith en Australia, publicó un estudio llamado ‘Abuso animal, violencia familiar y bienestar infantil’ en el cuál declaraba, tras un riguroso estudio psicológico avalado por la misma universidad (presente en los 5 rankings académicos más importantes sobre universidades del mundo), que resultaba verdaderamente alarmante el vínculo que llegaba a tener la violencia doméstica con el maltrato animal.
Entre otros, se encuentran el estudio de Barbara Boat, posdoctorada en psicología y directora del programa ‘Trauma y maltrato infantil’ de la Universidad de Cincinnati, que en 1994 publicó un inventario sobre ‘Experiencias relacionadas con animales’ en el cual demostraba una relación directa –desde la neurociencia y la psicología clínica– entre el maltrato animal y el trastorno de conducta o el trastorno antisocial de personalidad. Sólo por mencionar uno más, en el 2006, Eleonora Gullone, posdoctorada en psiquiatría e investigadora de la Universidad de Melbourne, junto a Kelly Thompson, psicóloga clínica australiana, publicaron una investigación psicométrica titulada ‘El trato de animales por parte de los niños’ que a partir de un cuestionario científicamente construido demostró que entre los 281 adolescentes evaluados, con edades entre 12 y 18 años, aquellos que habían presenciado escenas de maltrato animal demostraron niveles significativamente más altos de crueldad e insensibilidad en sus relaciones interpersonales que aquellos que nunca habían sido expuestos a un acto de barbarie contra los no-humanos.
En definitiva desde los años ochenta la psiquiatría, la neurociencia, la psicología clínica, la antropología e incluso la sociología, se han volcado al develamiento de aquella relación que, en la gran mayoría de niños y niñas, es funcional entre presenciar una escena de brutalidad contra un animal y la disminución de la capacidad empática con otras personas. La constitución de los raseros éticos en la infancia está profundamente asociada con la idealización y adaptación a las prácticas y discursos de los padres y personas adultas cercanas. Negar esto último es arrogancia anticientífica, tan común en nuestro país últimamente.
Entonces, que alguien le avise a los taurinos que el proyecto de una infancia sin violencia no descansa en argumentos de Disney, sino en el reconocimiento de la ciencia como la mejor de las consejeras.