Odiar es fácil. Es el camino rápido, el estado natural, quizá la inercia tras una pérdida. Odiar es fácil. Es la vía de los sentimientos, es la renuncia expresa a la razón. Y en Colombia nos odiamos.
Una hipotética victoria del ‘no’ en el plebiscito del 2 de octubre no será otra cosa que una victoria del miedo, del rencor, una muestra contundente de nuestra incapacidad como ciudadanos de aceptar el diálogo como mecanismo para la solución de los conflictos. Sería la confirmación de que somos un pueblo incapaz de emprender un diálogo en el que todas las partes pierden y, de alguna manera ‘maturaneana’, en un intercambio de concesiones también ganan.
No sabemos conversar porque conservamos la esperanza de que el otro debe asumir nuestras posiciones sin que nos movamos un ápice de las nuestras. Los argumentos son irrelevantes. Nosotros siempre estamos parados en la única verdad que, cuestionada por los demás, ante la frustración o el prejuicio, nos lleva a la violencia: el insulto, la descalificación, la bala.
Las evidencias abundan. Lea cualquier noticia en cualquier medio de comunicación y, al final, diríjase a la sección de comentarios. Los epítetos y señalamientos infundados abundan. Tenía razón Umberto Eco cuando decía que «las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas». Idiotas y, sobre todo, rencorosos de los que yo también he sido parte.
Esa legión de idiotas fue la que atacó a Leonard Rentería después de cantarle unas cuantas verdades al expresidente Uribe en su visita a Buenaventura, y la que lo obligó a salir de su tierra. Es esa misma la que no duda en decir que cualquier manifestación a favor del proceso de paz lo convierte a uno en guerrillero, enmermelado, contratista del Estado o tarado. Es la legión de rambos de Twitter, mercenarios de Facebook, pistoleros de la web que no ganaron la guerra pero que, enmascarados por la distancia, prometen vengar sus muy sensibles egos heridos por una paz que no los afecta.
Ah, ¡los vengadores! Esos machitos, superhombres que se las dan de buenos, no recuerdan que las cárceles y cementerios están minados de héroes. Esos son pequeños orgullosos a los que no les pudo la cabeza y el corazón para entender que el mundo no les debe honores por los sacrificios que no han hecho ni mucho menos pleitesía.
Ojalá los ejemplos se quedaran en internet, pero la realidad se sale de las pantallas. Las formas que toma el odio, la violencia, son muestras fehacientes de los recursos limitados que tenemos para comprender al otro. Los crímenes que las autoridades aseguran son provocados por ‘la intolerancia’ (que podría entenderse también como muestras de un Estado deficitario), también son síntomas de una sociedad enferma, adicta a la violencia, a la justicia por mano propia, a la venganza.
Una victoria del ‘no’ dejaría perfectamente claro que el problema de este país nunca fue en realidad las Farc.
Si el ‘no’ se impone en las urnas y manda al traste este esfuerzo imperfecto de paz quedaría demostrado que, bajo un discurso de legalidad y respeto por las instituciones (esas mismas que provocaron el conflicto), había una sociedad a la que, una vez le dieron la oportunidad de escoger por convivir entre un futuro diferente optó por quedarse repitiendo su pasado irremediable.
El discurso de renegociar implica imponerle a las Farc unas condiciones que harían imposible cualquier acuerdo porque parten del supuesto de eliminar cualquier concesión. Y, con odio y sin concesiones, no hay paz posible.
Si Colombia opta por erradicar a las Farc bajo la premisa de la justicia, se obviará que para que esta sea posible es indispensable la vida. Quedaremos atrapados por ese círculo de violencia que busca vengar con muerte a los muertos, que prefiere desplazar a los campesinos para defender a los campesinos desplazados, que quiere pagar con sangre la sangre.
Por obvias razones el NO, no va ganar, porque santos no se va arriesgar hacer un plebiscito sin estar seguro que lo va a ganar.